viernes, 13 de julio de 2018

Andrea va a la universidad


Y sorprende el abismo que separa un beso cariñoso a una niña indefensa e inocente, de una conversación con una mujer ya adulta que empieza la universidad en septiembre. Andrea me contaba con pelos y señales su experiencia en selectividad (también la de un amigo suyo que, siendo “un genio” en química, sacó un 1. Ese 1 iba acompañado de un 0 detrás que, al parecer, quedó en el limbo cuando se subieron las notas a la plataforma). Me gusta que en 17 años escasos estén concentradas, tan bien, tanta inteligencia, responsabilidad, pasión y buen hacer. Así es Andrea, quien hoy, con tono y espíritu de protesta, me decía que estaba cansada de oír: “Andrea, eres muy inteligente y muy trabajadora para acabar haciendo magisterio”. Yo callaba y ella me (se y les también) decía: “prefiero hacer algo que de verdad me guste y que tenga ganas de hacer, que algo que no me produzca nada, aunque esté mejor visto o tenga más futuro”. Yo no sé, de verdad, por qué a cada cosa o conversación cotidiana de mi vida se asoma siempre Luis Landero.  En este caso con Félix y Gregorio Olías, cuando el primero le dice al segundo que se alegra de que no hubiese escuchado nunca la palabra “afán” (“pues mejor, porque esa es una palabra maldita”). Pues mejor no, Andrea; pues eso, afán. Ese que me empuja a mí a llegar a casa y buscar, antes de hacer cualquier otra cosa, un fragmento de un libro que me recuerda a otro de otro. En este caso, de Retrato de un hombre inmaduro en Juegos de la edad tardía, una de mis cuentas pendientes. Y es que las cuentas, y sobre todo las pendientes, hay que saldarlas cuanto antes, que una nunca sabe lo que la vida le tiene preparado para después.  



Juegos de la edad tardía.

Retrato de un hombre inmaduro.

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