jueves, 26 de julio de 2018

Palabras


     El otro día, ordenando recuerdos en forma de cartas, papeles y carpetas, encontré un sobre blanco, mediano, en cuyo centro se encontraba, en mayúsculas, una sola palabra: “Mabel”. Conocí la letra de inmediato (una de las más bonitas que, hasta hoy, he visto y leído). Conjeturé sobre el contenido de esta, pensando que se trataba de una pequeña nota elaborada a raíz de un regalo “trampa” de cumpleaños. Recuerdo que hace unos 5 años —quizá sean más— Jorge me dio un sobre similar, que contenía 20 euros y un breve texto que decía algo así: “es para lo que me daba el presupuesto, aunque también te he dejado un detallito arriba, en tu casa”. El detallito era una cámara digital rosa que quería y que sigo conservando hoy, no como aquella carta, que parece haber desaparecido.  Por fin abrí el sobre y encontré un texto encabezado con las siguientes palabras “¿Sabes por qué te quiero”? Leí más abajo y, cuando vi que se trataba de una lista numerada, sabía que serían 13 razones las que conformarían, y confirmarían, aquel escrito. Me fui al final del folio y, en efecto, 13 razones. Después de leer la carta, pensé, y escribí, lo siguiente: “Me encantaría que todas las personas del mundo recibiesen, al menos una vez en la vida, una carta así. Me encantaría que a todo el mundo le hiciesen sentir así de especial, al menos una vez en la vida. Una vez más vuelvo a afirmar que se puede hacer magia con unas cuantas palabras, pero la magia surge, de verdad, cuando los hechos hacen que estas cobren realmente su sentido”.  Me acordé de un poema de Eloy Sánchez Rosillo titulado “El fulgor del relámpago” y, después de buscarlo en el libro, me recreé en los cuatro primeros y últimos versos de esta composición.

      Hoy he ido con Gerardito a Badajoz. Me ha regalado El mágico aprendiz, la única novela de Luis Landero que no tenía. Cuando he empezado a leerla, me he percatado de que el inicio, no solo me resultaba familiar, sino que sabía lo que iba a ocurrir o lo que se iba a decir en las siguientes líneas (“Vivir es un enredo. No merece la pena”). He continuado sin darle importancia a esto, hasta que me he topado con dos fragmentos que quería recoger en una libreta en la que, desde hace unos meses, apunto el título del libro, la fecha en la que inicio su lectura (quizá también debería el día que lo acabo), el autor, la editorial, el año de edición (solo de algunos; qué cabecita), y las citas en las que me gusta recrearme después de la lectura (debajo, la página). En esas estaba hace un rato cuando, al abrir la libreta, me he dado cuenta de que la página 16 estaba escrita con los siguientes datos: El mágico aprendiz, de Luis Landero (Tusquets). 04/02/2018, más eso de “Vivir es un enredo. No merece la pena” y las dos citas que ahora iba a recoger de nuevo. Imagino que si, dentro de X años, leyese otra vez la obra, decidiría copiar, a lo mejor ya en otra libreta, las mismas citas, precisamente por esa razón: porque hay palabras mágicas que se quedan a vivir para siempre en nosotros. A mí también me gustaría escribir algo como lo que escribió Jorge para mí un día, o como lo que descubro en Landero cada vez que lo leo. Pero no, aquí estoy, leyendo y recogiendo las palabras de otros. Ahora apunto:

Retomo lectura el 26/07/2018. Más bien, vuelvo a empezar con la lectura.
A veces, como hoy, le da por pensar en lo que podía haber sido su vida bajo otras circunstancias, pero no se le ocurre nada: vagamente piensa en otras tierras, otras amistades, otros gestos quizá, una mujer, un hijo. Tuvo una novia durante cinco años. Se llamaba Isabel. Se casó y vive no lejos del barrio, y durante mucho tiempo la ha visto a veces por la calle con un hombre y dos niños que ahora son ya muchachos. Un día averiguó su domicilio y la llamó por teléfono. Pero no dijo nada: oyó su voz y colgó. Y al oír la voz sintió una nostalgia arrasadora, aunque también una gran liberación, por lo que podía haber sido su vida de casado, por los espacios compartidos, por el hijo que ya nunca tendrá. Piensa en esas vidas posibles si hubiese seguido estudiando Historia y fuese ahora profesor o arqueólogo, si su padre no hubiese muerto tan pronto, si hubiera nacido un siglo antes, si se hubiera ido a vivir a otra ciudad. Pero todo es demasiado irreal para que ese sentimiento de pérdida o error arraigue en la conciencia.

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