martes, 27 de diciembre de 2016

Felicidades, Yorito

Supe de tu existencia un 31 de diciembre de 2008 cuando mi hermano Sergio y yo, algo ebrios, preparábamos la cena para toda la familia. Me preguntó “si tenía algo”, y, contra todo pronóstico, le dije la verdad:

- Sí, Sergio; se llama Jorge.

-Yo también, Mabel, y también se llama Jorge.

Entre risas, seguimos cocinando (o eso intentábamos) mientras mi madre, cabreada, nos decía:

-Ya está bien con tanta risita… os habéis pasado todo el santo día en el bar y ahora mira el cachondeito que os traéis.

Mi padre se reía, también, desde su sillón.

Jorge Larios González. Yorito, para nosotros. Ya ha llovido desde entonces, ¡ocho años nada más y nada menos!

Un 23 de Noviembre de 2008 os conocisteis en un bar (mis recreaciones de ese día han sido siempre las mejores) y creo que vuestra historia es el vivo reflejo de que dos personas no se cruzan en esta vida por casualidad. Desde entonces fuisteis siempre uno, hasta que hace tres años vuestros caminos empezaron a discurrir por separado. Pero seguís siendo uno. Sigues estando en nuestras vidas y sigues siendo esencial en ellas como siempre.

De estos ochos años me quedo con nuestras confesiones secretas, las escasas veces que trabajamos juntos en el Golf Guadiana, las pizzas y york-queso los domingos en el cerro gordo, las fiestas en el casco antiguo, el sterillium, tu vocecita diciendo “veraaaaaa”, nuestros besitos casi sin rozar los labios, tu particular modo de llamarme (Maguel), tus macetas suicidas, tus adorables manías, pero sobre todo, esa manera de proteger y ayudar a mi hermano siempre, cuando ni siquiera él ha sabido cómo hacerlo, y ese don para tranquilizarnos en los momentos más difíciles y amargos.


Felicidades, Yorito; es un orgullo que sigas formando parte de nuestra familia. Por 40 años más, amigo. 








lunes, 26 de diciembre de 2016

Vicios confesables

La última vez que estuve aquí fue en verano. Lo recuerdo por el bochorno agotador que hacía ese día y por una anécdota que contaré más adelante. Me llevé 76 libros, y el dueño, asombrado, decidió hacerme una rebaja. Mantuvimos una amable conversación que inicié yo. Le pregunté si vendía mucho material, pues me extrañó su cara de sorpresa al ver todos los libros que había comprado. A mí no me parecía una cantidad ingente si tenemos en cuenta que el precio de estos es de un euro. Sí, como leéis, un euro, salvo algunas excepciones. El hombre me comentó que son pocas las personas que cuando visitan el lugar adquieren un libro. Son más las que van a desayunar o a echar un vistazo por la novedad de conocer un sitio tan particular. Sí, porque si no os lo había dicho antes, se trata de una churrería-librería. Como leéis. Churrería-librería. ¡Qué despropósito!, comerte un churro pringoso y tocar después un libro con las manos todas manchadas. ¡Ah, no, que la gente que va a desayunar no es la misma que va a comprar libros!

El caso es que en esta churrería-librería la gente lleva los libros que ya no quiere o usa, y el dueño los vende a un modiquísimo precio y dona el dinero íntegro a familias que necesitan ayuda (creo que la última donación ha sido a una familia que necesitaba comprar una silla de ruedas para su hija).

De esos 76 libros que me llevé 39 eran Episodios Nacionales de Galdós. Sí, casi la colección completa (¿y el 7 es el número de la buena suerte?). Me desperté una mañana con ganas de hacer algo que me hiciesen realmente feliz. No tuve que pensar mucho para saber a dónde tenía que dirigirme realmente: a la plaza alta de Badajoz, más concretamente, a la calle Moreno Zancudo. Allí, en la puerta del local, me topé con tres estantes repletos de libros (como el pasado viernes 23 de diciembre). Revisé estos, escogí algunos que me interesaban y pasé al interior. Dentro, empecé a examinar con más detenimiento las obras que llenaban las estanterías. Como Borges, imagino que el paraíso debe ser algún tipo de biblioteca. Por casualidad, encontré, en una edición preciosa, uno de los Episodios Nacionales de Galdós. La cogí, la observé, la olí, la toqué, la sentí y me acordé, después, de una conversación que tuve con Marina, Fátima y Conchi cuando leímos La Corte de Carlos IV con I.R. en la carrera. A todas nos fascinó esta novela, que es la segunda de la primera serie. En alguna ocasión, comentamos, también, que nos gustaría leer la serie completa. Seguía en mi tarea curiosa cuando mi vista, rápidamente, detectó un libro cuya portada de piel marrón tenía por título Trafalgar. Me lo quedo, pensé. Empecé a encontrar, casualmente, cada vez más libros de la colección, y como una loca comencé a amontonarlos en una mesa (limpia, no había churros). Estaba eufórica. La gente que entraba a desayunar o a visitar el lugar pensaría que tenía un problema de salud mental porque estaba sudando, corriendo de una estantería a otra y con los ojos, como un radar, buscando libros con la portada de piel marrón o roja. Además, al haber ocupado mesas para ir poniendo todo el material (no me cabía en las manos), tenía que avisar a las personas que se acercaban a consultarlo que ya estaba vendido, que podían ojearlo pero no comprarlo. Ya no era solo una mesa la que estaba usando, sino tres, porque acababa de adquirir también una colección de 20 clásicos de la literatura universal.  A todo esto hay que sumarle la anécdota que iba a referir aquí y por la que me acuerdo de aquella mañana calurosa de verano.  Aquel día, llevaba una falda negra que dificultaba mi movilidad, de modo que era toda una odisea agacharse para buscar un libro en las baldas de abajo de las estanterías. Oye, ¿qué aspecto tendría ese día? Me hubiera gustado verme.  Así, hasta conseguir los 39 libros. Me faltaban 7 episodios: 12, 23, 25, 26, 27, 29 y 30.

Llevaba un total de 66 o 67, y hasta entonces no me había acordado que solo tenía veinticinco euros en el monedero. Saqué, deprisa, el móvil del bolso con la intención de llamar a Jorge para que fuese a la tienda a acercarme dinero. 5% de batería. ¡Mierda, Mabel, qué desastre eres! pensé en ese momento.

-Se me apaga el móvil Jorge, ven a la tienda de los libros con 50 euros, por favor.

Se apagó.

El dueño se acercó a mí y me dijo que si se trataba de una colección, podía bajar a un pequeño “sótano” que tenía al lado de la churrería y buscar en las cajas a ver si encontraba los libros que me faltaban. Esperé, impaciente, a que llegase Jorge. Cuando llegó, él se quedó cuidando mis libros y yo bajé al lugar en el que el hombre guardaba el resto del material. No había luz; me prestó una linterna parecida a la que usan los pescadores en las rutas nocturnas (una luz redonda y una cinta que se pone alrededor de la frente). Estuve más de una hora buscando entre abundantes cajas repletas de libros. La búsqueda resultó un fracaso. Regresé a la tienda apenada, pero con la intención de volver otro día por si encontraba los siete libros que faltaban para completar mi colección de los Episodios Nacionales.
El pasado viernes 23 de diciembre estuve allí otra vez. De nuevo sin éxito. Aun así, compré tres libros: uno sobre la historia de la literatura clásica –para regalar a un amigo-, otro de Federico García Lorca que incluye Romancero Gitano y Poeta en New York, y uno de Emilia Pardo Bazán que contiene alguno de sus relatos cortos.


No tardaré mucho en volver. 




Exterior de la churrería-librería


Interior



Episodios Nacionales de Galdós



Clásicos de la Literatura Universal



domingo, 25 de diciembre de 2016

José Dordio Vidigal

"El número 24 me es fatal..."

Llevaba varios días pensando cuál sería la mejor forma de homenajearte; de retratarte; de escribir algo que te hiciese justicia. Hacer un recorrido por tu vida es algo tan convencional que ni siquiera me apetece. Contar algunas de las anécdotas que tantas veces me han hecho sonreír, es empezar a narrar un sinfín de historias en las que no sabría cuándo ni dónde poner punto y final. Ahora, en casa, tras haber pasado toda la mañana en el Hospital Infanta Cristina (sí, es irónico que hoy vuelva al sitio donde hace cuatro años me obligaron a despedirme de ti) solo me apetece leer un rato y descansar en uno de los pocos lugares que siempre me reconforta: nuestro hogar.  Es entonces cuando te recuerdo, sentado en tu sillón, ese que ahora ocupo yo la mayoría de las veces, contando, entusiasmado, la historia de cómo conseguiste nuestra casa. Jamás podré narrarla con la misma gracia, pasión y ganas que tú, pero lo hago sintiéndome tremendamente orgullosa de ti y de mamá.

San Francisco de Olivenza es un núcleo rural construido por el Instituto Nacional de Colonización, creado en el llamado Plan Badajoz por el Régimen Franquista tras la guerra civil española. Cuando ya estaban construidas las viviendas para que los colonos pudiesen habitarlas, la Guardia Civil reclamó un puesto en nuestra pedanía, de modo que se estableció un cuartel en una de las casas destinadas a estos. No contentos con el lugar donde iban a residir, decidieron ocupar las otras 10 casas que pertenecían a los nuevos pobladores. Con el paso del tiempo, se decidió trasladar el cuartel a Olivenza, de modo que la Guardia Civil debía desalojar las once casas que, de forma ilegal, estaban ocupando. Se negaron. No querían pasar a habitar las nuevas instalaciones de Olivenza pero “tampoco pasaba nada” porque en realidad rezaba que ellos vivían allí y no en San Francisco.   Fueron constantes las burlas que sufrieron los vecinos del pueblo cuando estos, no contentos con ocupar unas viviendas que no les pertenecían, les decían en reiteradas ocasiones que no iban a lograr nada o que jamás conseguirían echarlos.

Mis padres, por aquellos entonces, vivían en la casa de mis abuelos, también colonos, con mi hermano Chané. Su situación era complicada. Se habían quedado en el pueblo con la garantía de recibir también una casa y una parcela. En este mar de infortunios, mi padre decidió recoger firmas para hacer constar el descontento de los vecinos ante esta injusticia. Cuando estas llegaron a la Jefatura General, se emitió directamente una orden para que la Guardia Civil desalojara inmediatamente las viviendas, pues ellos pensaban que llevaban dos años viviendo en el cuartel de Olivenza. Tras esto, mi padre y algunos vecinos trataron de averiguar el modo de comprar las casas. Fueron al IRYDA (Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario), antiguo INC, y no tenían noticias de estas. Mi tía Casilda, que se encontraba entonces en Madrid, descubrió, gracias a una conversación amable con Carmen, que las casas habían pasado a formar parte del Patrimonio Nacional, y que para adquirirlas debían hacerlo a través de un organismo que las comprase en conjunto. Mi tía llamó rápidamente a su hermano para contarle la conversación con Carmen, proporcionándole datos concretos (número de teléfono, extensión, dirección) que permitían ponerse en contacto y localizar el lugar para poder comprarlas. Mi padre, entusiasmado, corrió a avisar a R.R para facilitarle toda esta información. Finalmente, R.R, quien era alcalde de Olivenza por aquellos entonces, se personó en Madrid para adquirir las viviendas, de modo que ahora sí se encontraban los colonos un paso más cerca de sus tan deseadas viviendas. Cuando estas ya eran propiedad del ayuntamiento de Olivenza, los vecinos de San Francisco pidieron un préstamo al banco para poder comprar las que iban a ser sus futuras casas.

José Dordio Vidigal, apodado “el baina”,  y María Dolores Gamero Figueredo, se presentaron en el ayuntamiento y le comunicaron al alcalde sus deseos de ocupar ya las casas (mi padre tenía claro cuál quería que fuese el futuro hogar de él y de su familia).  El alcalde le dijo que, como estas estaban cerradas y todavía no se había dado la orden oficial, le pegasen una patada a la puerta y entrasen dentro “y no saliesen por nada del mundo”. Hoy mi madre me ha contado, recordando esta historia, que después de hablar con el alcalde, mi padre y ella venían todo el camino desde Olivenza a San Francisco riéndose sin poder parar. He notado el brillo en sus ojos, he podido retroceder el tiempo y ver a una pareja de jóvenes locos y enamorados dispuestos a todo. Y así fue. Les esperaba una aventura de la que no se iban a olvidar jamás. Entre risas nerviosas y apasionadas llegaron a esta, mi calle, mi casa, y sin pensarlo dos veces, mi padre rompió una ventana, le abrió la puerta a mi madre y dijo: de aquí no salgas, vamos a empezar a bajar las cosas (de la casa de mis abuelos). La voz empezó a correrse y mi padre avisó a los otros vecinos para que ocupasen el resto de las casas.

A los pocos días, en el bar del pueblo, mi padre se encontró al Sargento de la Guardia Civil. Se dirigió a él y le dijo: Mi Sargento, las casas ya son nuestras. Yo me he quedado con la suya.

Sí. Mi casa es, actualmente, la que en sus orígenes fue el cuartel que la Guardia Civil reclamó cuando se fundó el pueblo.  

Te escribo hoy, desde la nostalgia; pero desde tu sillón y desde tu casa.

Te quiero, papá.






 Señas de Identidad, Juan Goytisolo.


Hoy, que necesito volver a creer en algo, recurro a la palabra, a la literatura. Ironías de la vida. 

Feliz navidad a todos.

viernes, 23 de diciembre de 2016

San Francisco de Olivenza (I)

Desde hace unos años, el día 23 de diciembre se representa en mi pueblo un portal viviente en el que participan todos los vecinos que quieran colaborar amablemente. A pesar de tener el espíritu navideño un poco atrofiado, sé apreciar el esfuerzo de la asociación de vecinos, la comisión de festejos, la alcaldesa y todos aquellos que están dispuestos a colaborar para que pequeños y mayores pasen un rato agradable en estas fechas. Si tenemos en cuenta que San Francisco de Olivenza cuenta, aproximadamente, con un total de 500 habitantes, la recreación que ha tenido lugar esta tarde una calle más arriba de mi casa, ha sido espectacular. No solo porque no contamos con la misma ayuda económica que otras localidades con mayor número de población, sino porque todo el pueblo, como siempre, se vuelca como si fuese una familia, para llevar a buen puerto cualquier proyecto por mínimo que sea.  Para mi gusto, el portal de este año ha sido mejor que el de años anteriores por una sencilla razón: el lugar donde se ha celebrado. Siempre se había hecho en un pequeño cerro con una leve inclinación, lo que impedía acercarse a las personas que iban a ver la representación. Este año ha tenido lugar en una calle del pueblo, de modo que se podía observar todo de cerca y pasear tranquilamente por los puestos de comida y bebida que estaban montados para el disfrute de los vecinos.  


Los pescadores más benjamines




Don Quijote hubiese quedado muy atemporal




Carnicería 



Frutería



Parceleros disfrutando



¿Lavandería? jeje



Carpintería



Taberna



Panadería



Portal con pastorcillos 



Mabel, Baltasar, Sergio



Lechería



"La castañera" o mi hermano Sergio (sí, orgullo
 de hermana, ¿qué pasa?) 



Herrería



Desde Oriente... 

Realidades

jueves, 22 de diciembre de 2016

Relecturas

Pequeño Vals Vienés


En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals,
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero, 
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del "Te quiero siempre".

En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orillas tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.


La última vez que leí este poema, uno de mis preferidos de Lorca, fue el 23 de Octubre de este año en el Parque del Príncipe de Cáceres, donde tomé esta fotografía y la publiqué en una red social con el título: Domingos de otoño con Lorca en una ciudad de ensueño.
Hoy regreso a él desde Badajoz; desde una ventana a través de la cual diviso edificios, coches y el acelerado y deshumanizado ritmo de la ciudad. No importa. Me sumerjo en los versos y a soñar...

Así


Londres, 18 de Noviembre de 2016.  

miércoles, 21 de diciembre de 2016

El tiempo y la palabra

El tiempo corre desenfadado y furioso cuando deseamos detenerlo a golpe de pistola. Cuando ansiábamos que avanzase acelerado, los segundos pasaban como siglos; la aguja del reloj parecía no cambiar de posición, y los nervios, la angustia y la paciencia no entendían de consejos ni de abrazos; tampoco de palabras. Fue entonces cuando empecé a entender la verdadera fuerza de estas y a amar, en ocasiones, el silencio. Recuerdo a alguien decir a mamá que él hablaba "de lo que sucedía en realidad", y que mientras ella interpretase lo que él decía como quisiese, los dos se llevarían bien.  Yo a veces también manipulaba las palabras a mi antojo. Otras las escuchaba sabiendo que no saldría ilesa de tan duro golpe. Sí, palabras, más letales que un arma de guerra. Sobre todo aquellas que pronunciaron un 24 de diciembre y que tanto me recuerdan a un texto de Larra que dice: "El número 24 me es fatal; si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací".
Entonces amé el silencio hasta querer deshacerme de cualquier sonido. 
Pero volvió enero y con él la verborrea de muchos. Yo era oyente, observadora y lectora. Sobre todo eso, lectora. Y fue eso lo que me salvó realmente, la literatura. Ya lo dijo Ana María Matute una vez: "la literatura ha sido el faro salvador de muchas de mis tormentas". Y lo sigue siendo.
Desde entonces volví a amar la palabra. Y se quedó en mi vida para siempre, formando parte de ella y de mi profesión.

martes, 20 de diciembre de 2016

De los recuerdos

Recuerdo los viajes a la parcela en aquella puch condor negra y amarilla. Yo, con mis menudas y débiles manos, me agarraba fuerte a tu barriga y dejaba caer la cabeza sobre tu espalda. El viento despeinaba mi cabello negro, y a través de las pequeñas aberturas que los pelos dibujaban en mis ojos vislumbraba los campos marrones y verdes vestidos de la fruta o flor característica de cada estación del año.

Solía acompañarte los días de verano y recibía el mayor regalo que la naturaleza podía ofrecerme: un campo cálido y dorado por el sol en el que el cielo se fundía con la tierra. Era como asistir a un espectáculo mágico, cuyo acto culmen era tu aparición en escena con las herramientas necesarias para trabajar el campo; para trabajar tu campo. Yo, como la más ferviente de las espectadoras, como tu fan número uno,  contemplaba cada acción desde mi palco singular: un estrecho canalillo, situado bajo una higuera, por donde manaba una corriente de agua fría; corriente que tantas y tantas veces refrescó mis pies en las calurosas tardes de verano.

Hoy, 15 o 16 años después, conservo en la valiosa cajita que es la memoria estos recuerdos como si de tesoros se tratasen. Y lo son, y lo seguirán siendo mientras conserve la lucidez.

Quizá un día de estos, aunque el agua hiele mis pies, aunque la higuera esté triste y desprovista de frutos, aunque nuestra tierra agonice sumida en la nostalgia, vuelva a ti. Quizá un día de estos, aunque tú no estés, yo vuelva, y nos vea allí a los dos: a ti, trabajando tus tierras, y a mí, admirándote de nuevo, como siempre. 



Retrato de un hombre inmaduro, Luis Landero.