martes, 20 de diciembre de 2016

De los recuerdos

Recuerdo los viajes a la parcela en aquella puch condor negra y amarilla. Yo, con mis menudas y débiles manos, me agarraba fuerte a tu barriga y dejaba caer la cabeza sobre tu espalda. El viento despeinaba mi cabello negro, y a través de las pequeñas aberturas que los pelos dibujaban en mis ojos vislumbraba los campos marrones y verdes vestidos de la fruta o flor característica de cada estación del año.

Solía acompañarte los días de verano y recibía el mayor regalo que la naturaleza podía ofrecerme: un campo cálido y dorado por el sol en el que el cielo se fundía con la tierra. Era como asistir a un espectáculo mágico, cuyo acto culmen era tu aparición en escena con las herramientas necesarias para trabajar el campo; para trabajar tu campo. Yo, como la más ferviente de las espectadoras, como tu fan número uno,  contemplaba cada acción desde mi palco singular: un estrecho canalillo, situado bajo una higuera, por donde manaba una corriente de agua fría; corriente que tantas y tantas veces refrescó mis pies en las calurosas tardes de verano.

Hoy, 15 o 16 años después, conservo en la valiosa cajita que es la memoria estos recuerdos como si de tesoros se tratasen. Y lo son, y lo seguirán siendo mientras conserve la lucidez.

Quizá un día de estos, aunque el agua hiele mis pies, aunque la higuera esté triste y desprovista de frutos, aunque nuestra tierra agonice sumida en la nostalgia, vuelva a ti. Quizá un día de estos, aunque tú no estés, yo vuelva, y nos vea allí a los dos: a ti, trabajando tus tierras, y a mí, admirándote de nuevo, como siempre. 



Retrato de un hombre inmaduro, Luis Landero.

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