Recuerdo los viajes a la
parcela en aquella puch condor negra y amarilla. Yo, con mis menudas y
débiles manos, me agarraba fuerte a tu barriga y dejaba caer la cabeza sobre tu
espalda. El viento despeinaba mi cabello negro, y a través de las pequeñas
aberturas que los pelos dibujaban en mis ojos vislumbraba los campos marrones y
verdes vestidos de la fruta o flor característica de cada estación del año.
Solía acompañarte los días de
verano y recibía el mayor regalo que la naturaleza podía ofrecerme: un campo
cálido y dorado por el sol en el que el cielo se fundía con la tierra. Era como
asistir a un espectáculo mágico, cuyo acto culmen era tu aparición en escena
con las herramientas necesarias para trabajar el campo; para trabajar tu campo.
Yo, como la más ferviente de las espectadoras, como tu fan número uno, contemplaba cada acción desde mi palco singular:
un estrecho canalillo, situado bajo una higuera, por donde manaba una corriente
de agua fría; corriente que tantas y tantas veces refrescó mis pies en las
calurosas tardes de verano.
Hoy, 15 o 16 años después, conservo
en la valiosa cajita que es la memoria estos recuerdos como si de tesoros se
tratasen. Y lo son, y lo seguirán siendo mientras conserve la lucidez.
Quizá un día de estos, aunque el
agua hiele mis pies, aunque la higuera esté triste y desprovista de frutos,
aunque nuestra tierra agonice sumida en la nostalgia, vuelva a ti. Quizá un día
de estos, aunque tú no estés, yo vuelva, y nos vea allí a los dos: a ti, trabajando
tus tierras, y a mí, admirándote de nuevo, como siempre.
Retrato de un hombre inmaduro, Luis Landero.
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