El tiempo corre desenfadado y furioso cuando deseamos detenerlo a golpe de pistola. Cuando ansiábamos que avanzase acelerado, los segundos pasaban como siglos; la aguja del reloj parecía no cambiar de posición, y los nervios, la angustia y la paciencia no entendían de consejos ni de abrazos; tampoco de palabras. Fue entonces cuando empecé a entender la verdadera fuerza de estas y a amar, en ocasiones, el silencio. Recuerdo a alguien decir a mamá que él hablaba "de lo que sucedía en realidad", y que mientras ella interpretase lo que él decía como quisiese, los dos se llevarían bien. Yo a veces también manipulaba las palabras a mi antojo. Otras las escuchaba sabiendo que no saldría ilesa de tan duro golpe. Sí, palabras, más letales que un arma de guerra. Sobre todo aquellas que pronunciaron un 24 de diciembre y que tanto me recuerdan a un texto de Larra que dice: "El número 24 me es fatal; si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací".
Entonces amé el silencio hasta querer deshacerme de cualquier sonido.
Pero volvió enero y con él la verborrea de muchos. Yo era oyente, observadora y lectora. Sobre todo eso, lectora. Y fue eso lo que me salvó realmente, la literatura. Ya lo dijo Ana María Matute una vez: "la literatura ha sido el faro salvador de muchas de mis tormentas". Y lo sigue siendo.
Desde entonces volví a amar la palabra. Y se quedó en mi vida para siempre, formando parte de ella y de mi profesión.
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