martes, 24 de octubre de 2017

Día de la Biblioteca

En mi turno veo siempre al chico moreno, delgado, alto y con ortodoncia que me saluda con una sonrisa simpática y amigable. También al italiano menudito y con gafas redondas al que ayudé un día a buscar un libro de derecho que, desgraciadamente, no estaba en la C.­ acaba de pasar por mi lado ahora mismo, mientras yo escribo estas líneas; ha alzado la mano derecha y me ha sonreído—. También al chico rubio de ojos azules que deduzco que es de Ciencias del Deporte. No es tan agradable como los otros dos. También me fijo en quienes leen y, cada cinco o diez minutos, se distraen mirando el teléfono móvil, en aquellos que vienen a estudiar y se pasan la tarde riendo o contándole al de al lado qué tal fue la noche de ayer, en quienes realmente leen y estudian prestando atención al texto, en los que mandan a callar a aquellos que hablan en voz alta, en los que salen a fumar ese cigarrito que es tan gustoso como el de después, en aquellos que toman el café fuera porque se están dejando dormir encima de los apuntes, en quienes hablan sobre lo delgada que está la princesa Leticia y lo guapa y elegante que es... Como diría L. Landero: a mí lo que me gusta es observar, asistir al espectáculo del mundo. Creo que es por eso por lo que tengo tan buena memoria —la inteligencia de los tontos—, porque me recreo continuamente en detalles y situaciones vividas, porque observo más que actúo y porque son las pequeñas cosas del día a día las que siempre recuerdo con una sonrisa.
Me hace feliz estar rodeada de libros. Y de gente que los aprecia tanto o más que yo. Y de pasar algunas horas al día observando el devenir de la vida en un espacio tan mágico y enriquecedor.
Aquí un poema de Irene Sánchez Carrón que escuché el año pasado de su propia boca:

Amor de Biblioteca

¿De qué me sirve, pregunto,
la tinta, el papel y el verso?
F.G. Lorca

Tú,
libro abierto en las manos,
de pie,
en el pasillo de la biblioteca,
tan lejos de relojes y de inviernos,
reinas
en patrias de papel y tinta negra.

Yo,
a prudente distancia,
te persigo.
Voy cogiendo los libros que tú dejas
y rastreo tus huellas
por ciudades perdidas en la faz de los mapas
y te encuentro
en medio de contiendas,
con los vencidos,
entre los vencedores,
a campo abierto
y en torres de marfil
donde a veces te encierras y devoras
versos de amor. Amor,
así pasas las horas
robadas a mis sueños.

A veces, frente a ti,
separados por una estantería,
siento cómo respiras
y, a través de volúmenes sombríos,
juego a rozar tu mano
cuando busca voraz
entre todos los libros
el libro deseado.
Siento cómo tus dedos
húmedos de tus labios
desnudan hoja a hoja
otro cuerpo que arde entre tus brazos.

Mientras así te alejas,
yo,
negro borrón de celos,
verso de amor tachado,
triste botín de guerra,
ávida de tus ojos y tus manos,
en el silencio de la biblioteca,
te escribo otro poema.




Hoy, Marte(s)




viernes, 20 de octubre de 2017

Palabras

He vuelto a toparme con un poema de Ángel Campos Pampano y un fragmento de Luis Landero mirando algunos retales que tengo guardados en la carpeta de mi ordenador que se titula “Blog”. Ahí tengo apuntes inéditos, sentimientos convertidos en letras, recuerdos traídos a la memoria en días en los que la nostalgia tiñe de gris nuestras vidas, notas sobre viajes y días señalados, esbozos de ideas jamás llevadas a cabo, escritos sobre el tiempo, la vida, la amistad y el amor. Supongo que, como decía ayer Susana Szwarc, también podemos escribir sobre objetos menos universales y abstractos, sobre asuntos concretos y nimios como una flor o una cebolla. De este modo, podríamos decir que para escribir solo hace falta observar y asistir al espectáculo del mundo, como asegura Luis Landero; para contar solo hace falta vivir, como sentenció también este en el Instituto de Lenguas Modernas el Día de las Letras en Cáceres: “de vivir lo leído a contar lo vivido”. Yo tengo siempre la impresión de leerme en cada uno de los fragmentos que leo, en cada verso que admiro, en cada texto que miro. Supongo que es por eso por lo que me entrego siempre al placer de las letras y por lo que intento escribir un poco cada día, aunque sean textos sin sentido y sustancia. Supongo que haber estudiado Filología Hispánica me ha brindado la oportunidad, no solo de conocer la historia de nuestra lengua y nuestra literatura, sino de amar y respetar profundamente la lectura y la escritura, de querer tener cada libro que me recomiendan, de emocionarme cuando me parece que un verso habla de mí, de mi mundo y de mi manera de ser y sentir; de mi manera de existir.
De encontrar sentido a todo cuando parece que nada lo tiene a través de las palabras, porque a mí me parecía que con aquel libro era bastante para toda la vida, y no hacían falta ya más libros, como tampoco los enamorados de verdad necesitan de ningún otro amor.

A veces sólo un gesto es suficiente
para salvar el día.
Y escribir tal vez es ese gesto
que prolonga el latido de los pulsos
hasta la sed secreta de los párpados.

Escribir tal vez sea extraviarse en el canto
más oscuro, en la memoria extrema
de la noche adentro, donde el hombre
ignora su derrota, las formas del cansancio,
el cuerpo del amor que ya no reconoce.

Escribir tal vez sea comparecer ante los otros
con los ojos más limpios, indefenso,
y vacías las manos, sin dispersar la voz,
respirar con sosiego bajo el agua.

No hay otro modo de mirar las cosas
sin perderlas del todo.

                                                                                                Ángel Campos Pámpano


La poesía me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo. Aquello era casi como ser abogado, y me hubiera gustado contárselo a mi padre, para que por una vez se sintiera orgulloso de mí. Ya no me preguntaba si pertenecía a la ciudad o al pueblo, o si yo era obrero o estudiante, o si mis verdaderos amigos eran los finos o los bastos, porque ahora mi sitio estaba en otra parte: un pequeño reino que ya no era del todo de este mundo, y en el que yo vivía a salvo de contradicciones y amenazas. A salvo por ejemplo de los amigos que por su posición social, por sus artes mundanas, por su labia, por sus músculos, por la elegancia en el vestir, ejercían su poder sobre mí, relegado siempre a los últimos puestos de la tribu, y en la que ahora mi papel de poeta me concedía un rango aparte en la escala jerárquica, supongo que el de hechicero o cosa así.
A salvo también, o al menos no del todo indefenso, del desdén de las muchachas de las que me enamoraba sin remedio y por las que sufría hasta la postración, porque ahora tenía el orgullo y el secreto poder de los versos, y por supuesto de la Amada, cómo no, al lado de la cual todas las otras, por hermosas que fuesen, eran solo una sombra, un simulacro, un puñado de calderilla y poco más. Y lo que son las cosas, parecía una invención inofensiva e inocente, una tontuna de muchacho, y sin embargo aquella Amada de ficción resultó ser la verdadera, la perdurable, el único amor auténtico que he llegado a conocer en la vida.
                                                                                                              Luis Landero


jueves, 19 de octubre de 2017

Tierra de nadie; tierra de ellos

Mi padre nos decía a mi hermano y a mí que guardásemos algunas mazorcas de maíz para alimentar a los cerdos. Nos animaba a hacerlo con cautela, pues, como sentenciaba siempre: “hay más capataces vigilando las tierras que personas trabajándolas”. Para nosotros era un juego de niños; urdíamos un plan y, en mitad de aquel paraje que se había convertido en nuestro hogar, desplegábamos ese ingenio admirable solo equiparable a la edad temprana: trazábamos la trama e inventábamos la historia, los hechos y el modus operandi. Yo observaba cómo mi hermano, con un disimulo digno de admirar, escondía en sus bolsillos la munición que nos permitiría después proveer al ganado. Yo, sin embargo, era tan torpe y corto en el arte del engaño, tenía esa capacidad tan mermada que, antes de intentar cualquier acción descarada que exigiese de mí algo de agudeza, era descubierto. La vida entonces nos parecía maravillosa. De este modo iban sucediéndose los días, los meses, las estaciones y los años. Habíamos abandonado la escuela para entregarnos al arduo trabajo del campo; dejamos de sostener cuadernos y lápices, para aprender a manejar herramientas pesadas y toscas.

Susana Szwarc

Cuando leí el primer verso (“Es en el momento precioso”) del poema “En lugares de verdes pastos (aguas en reposo)” de Susana  Szwarc, anoté al lado de este: “o preciso (¡Quedaría genial!)”. Unos minutos después, Susana dijo que en ese verso tenían cabida dos términos: precioso y preciso.

Un verso precioso y preciso y una bonita casualidad hoy, en el aula 32.

En en el momento preciso
en que una palabra sale de la boca
recorre un mundo
y llega a tocar
otros
ojos
 cuando comienza a granizar.
Entonces, sobre la palabra
recién
dicha
se sucede esa que encubre la primera.




sábado, 14 de octubre de 2017

La (ir)realidad de las cosas

Porque ella era así: grandes pasiones pero todas fugaces, formidables intentos que se agotaban en su propio ímpetu inicial, repentinos anhelos, ilusiones furiosas que no admitían términos medios y que en sí mismas llevaban el germen de largos y laboriosos desengaños…

El ser humano es irracional, ilógico por naturaleza. Hacemos promesas con la certeza de que no las vamos a cumplir nunca, renunciamos a nuestros sueños por pertenecer a ese rebaño de ovejas que se conforma con una vida convencional, establecida y estable, y correcta; la vida que otros quieren para ellos, no la que ellos anhelan. Nos da miedo vivir y sentir que lo que estamos viviendo es real y forma parte de nosotros, de nuestro mundo. Jugamos a jurar, a repetir continuamente que hay cosas que jamás haremos para deshacer, después, esa red de palabras que nos permite confirmar, una vez más, nuestra condición de embusteros. Juramos para tratar de convencernos a nosotros mismos de cosas de las que nunca estamos convencidos del todo. Exponemos nuestras virtudes como si de un catálogo de perfumes se tratase, para esconder las miserias que envuelven nuestra existencia. Deseamos cerrar ciclos y romper, para después echar de menos. Y mientras tanto vivimos; mientras tanto la vida sigue como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, como decía Sabina. Y en ese devenir de acontecimientos, circunstancias y situaciones, echamos de menos, permanecemos inmóviles ante situaciones poco gustosas, defraudamos y nos defraudan, reímos, amamos y lloramos; en definitiva, vivimos. Vivimos y existimos a pesar de la mentira y la miseria porque de pronto sentimos
el roce punzante de una sensación olvidada desde hacía ya tiempo: la evidencia inefable de que la vida de por sí era hermosa (la vida así sin más ni más, el mero prodigio de existir) intolerablemente hermosa, y otra vez nos preguntamos por qué a la gente le cuesta tanto ser feliz. ¿Será precisamente por eso, porque la vida es tan breve y tan frágil que sucumbimos al error de aceptar tanta belleza, y entregarnos a ella, para perderla luego en un instante?

Como un día cualquiera de octubre en el que, con tu uniforme mugriento y los ojos llenos de lágrimas, dejas atrás una etapa que ha formado parte de tu vida los últimos ocho o nueve años. Fuera llueve. También dentro. Y te das cuenta de que ahora, antes de que todo acabe, empiezas a echar de menos lo que hacía unos días no sentías tuyo, aquello que decías que no formaba parte de ti ni de tu vida.

El ser humano es irracional, ilógico por naturaleza.