jueves, 19 de octubre de 2017

Tierra de nadie; tierra de ellos

Mi padre nos decía a mi hermano y a mí que guardásemos algunas mazorcas de maíz para alimentar a los cerdos. Nos animaba a hacerlo con cautela, pues, como sentenciaba siempre: “hay más capataces vigilando las tierras que personas trabajándolas”. Para nosotros era un juego de niños; urdíamos un plan y, en mitad de aquel paraje que se había convertido en nuestro hogar, desplegábamos ese ingenio admirable solo equiparable a la edad temprana: trazábamos la trama e inventábamos la historia, los hechos y el modus operandi. Yo observaba cómo mi hermano, con un disimulo digno de admirar, escondía en sus bolsillos la munición que nos permitiría después proveer al ganado. Yo, sin embargo, era tan torpe y corto en el arte del engaño, tenía esa capacidad tan mermada que, antes de intentar cualquier acción descarada que exigiese de mí algo de agudeza, era descubierto. La vida entonces nos parecía maravillosa. De este modo iban sucediéndose los días, los meses, las estaciones y los años. Habíamos abandonado la escuela para entregarnos al arduo trabajo del campo; dejamos de sostener cuadernos y lápices, para aprender a manejar herramientas pesadas y toscas.

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