Mi
padre nos decía a mi hermano y a mí que guardásemos algunas mazorcas de maíz para
alimentar a los cerdos. Nos animaba a hacerlo con cautela, pues, como sentenciaba siempre: “hay más capataces vigilando las tierras que personas
trabajándolas”. Para nosotros era un juego de niños; urdíamos un plan y, en
mitad de aquel paraje que se había convertido en nuestro hogar, desplegábamos
ese ingenio admirable solo equiparable a la edad temprana: trazábamos la
trama e inventábamos la historia, los hechos y el modus operandi. Yo observaba cómo mi hermano, con un disimulo digno
de admirar, escondía en sus bolsillos la
munición que nos permitiría después proveer al ganado. Yo, sin embargo, era
tan torpe y corto en el arte del engaño, tenía esa capacidad tan mermada que,
antes de intentar cualquier acción descarada que exigiese de mí algo de agudeza,
era descubierto. La vida entonces nos parecía maravillosa. De este modo iban sucediéndose los días, los
meses, las estaciones y los años. Habíamos abandonado la escuela para
entregarnos al arduo trabajo del campo; dejamos de sostener cuadernos y lápices, para aprender a manejar herramientas
pesadas y toscas.
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