lunes, 22 de enero de 2018

La tarde es una lágrima

Te veo sentada frente al horizonte
un cárdeno perfil de cicatrices,
el encinar herido por heridas,
el tomillo que embriaga los sentidos
y una flauta que suena interminable.
No volverá, no volverá, lo dice
la lágrima que cae de tu ojo, el dolor
musical, luminoso de tus huesos.
Se deshará tu brava cabellera;
se pudrirán tus manos
y el recuerdo amoroso que contienen,
mas la lágrima de la tarde,
eterna durará para negaros,
para negaros.
                                                 Antonio Colinas





domingo, 21 de enero de 2018

EAP

Ayer volví a leer “Ligeia”, aunque no de uno de mis libros sobre las narraciones extraordinarias de Edgar A. Poe. Los tengo en el pueblo. También escuché la versión que hace Radio Futura de “Anabel Lee”, mi poema preferido de todos los de Poe. Después, por la noche, Facebook me mostró que hacía 209 del nacimiento de este autor. Fue curioso, aunque ya me ha pasado más veces, tener la necesidad de leer, escuchar y ver a Edgar Allan Poe ayer y no otro día. Imagino que la mejor forma de mantener vivo a un autor es haciendo que sus palabras y su voz vivan en nosotros todos los días y para siempre. Fue curioso, también, poder mirar ayer unos enormes, brillantes y divinos ojos.

Sin embargo, lo "extraño" que encontraba en sus ojos era la especial naturaleza de su forma o el color o el brillo de los rasgos... debo referirme en realidad a la "expresión". ¡Palabra sin sentido tras la que ocultamos nuestra completa ignorancia de lo espiritual! ¡Cuántas horas habré pensado en la expresión de sus ojos! ¡Cómo luché, durante toda una noche de verano, por alejarla de mí! ¿Qué era eso más profundo que el pozo de Demócrito que yacía en el fondo de los ojos de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Esos ojos, esos enormes, brillantes, divinos ojos! Esos eran para mí las estrellas gemelas de Leda y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos.

No existe nada entre las múltiples anomalías incomprensibles en la ciencia de la mente, más atrayente y excitante que el hecho -nunca, mencionado, creo, por las escuelas- de que en nuestros esfuerzos por traer a la memoria algo olvidado hace tiempo, nos encontramos al borde mismo de recordarlo sin conseguirlo finalmente. Y, de este modo, ¡con cuánta frecuencia, en mi intenso estudio de los ojos de Ligeia, sentía que me aproximaba al pleno conocimiento de su expresión, sentía que me aproximaba, aún no era mío, me acercaba, y al fin desaparecía por completo. Y -¡extraño el misterio más extraño de todos!- encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia invadió mi espíritu y se instaló como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento como el que sentía siempre, dentro de mí, frente a sus grandes y brillantes ojos. Sin embargo, no podía definir ese sentimiento o analizarlo, o simplemente percibirlo con calma. Lo reconocía, repito, algunas veces, en la observación de una viña que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un arroyo. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gente muy anciana. Y hay una o dos estrellas en el cielo en cuyo estudio telescópico he descubierto ese sentimiento.


sábado, 20 de enero de 2018

Silencio

Así un sábado por la tarde en una biblioteca que, en época de exámenes, se llena hasta rebosar. Casi. Rostros conocidos, mesas llenas de apuntes, ordenadores y rotuladores fluorescentes; también un abrazo, una sonrisa, y un café y una conversación amable y cercana con un buen amigo. Afuera, en el descansillo, una chica le pregunta a otra si va a salir esta noche y, también, le cuenta su idilio de ayer con el chico que le gusta. Un chico, solo, apoyado en la pared de la izquierda, se fuma un cigarro mientras sonríe mirando la pantalla de su teléfono móvil. Una pareja de enamorados se besa como si el tiempo no importase; quiero creer que creen que están solos y que esa ceguera impetuosa y exclusiva que nace cuando se quiere de verdad les hace ver que no hay nadie más a su alrededor. La chica guapa del pelo rizado que está sentada enfrente de mí en la primera mesa larga de la biblioteca, se bebé un café y se ríe con la que imagino que es su amiga; parecen tener un código especial en el que no hace falta la palabra para llenar el hueco del tiempo. A mí también me pasa con algunas personas. El chico moreno de la chaqueta verde que estudia siempre en las mesas del módulo 7 no ha venido hoy; yo no lo he visto.  

Ahora, de nuevo en la mesa que soporta mis cosas, escribo estas líneas mientras me acuerdo de mi padre al escuchar una melodía a piano (Nuvole Biancha). Yo, a diferencia de la pareja de enamorados a los que he observado hace un rato, sé que el tiempo sí pasa, y que a veces pasa y pesa demasiado esta ausencia, estos cinco años sin ti; estas ganas de volver a ver una sonrisa tan sincera acompañada de un pelo cano y una piel ya madura. 

Intento retomar el tema 62 de las oposiciones, “Las vanguardias literarias europeas y española. Relaciones”, pero me topo con Cernuda y subo al módulo 6 a por un libro. “No decía palabras”, como yo, en este día tan de silencio entre el bullicio y la verborrea del mundo.

No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Aunque sólo sea una esperanza,
porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.


domingo, 14 de enero de 2018

Otro adiós

Pues sí, otro adiós, el que le damos a Pablo García Baena en una fría noche de invierno como hoy. 

La mermelada duró más que el amor...
no tendré que bajar ya por la confitura.
Chillan los gorriones no informados:
¡Levantaos amantes que dormís las mañanas frías!
Terminaron los desayunos para dos.
Vuelve a tu duro pan de solitario.
             
II
Creció la zarza ardiente del silencio
signaron hojas los gastados labios,
quemaron las palabras sin decirse.
¿Por qué no hablaría yo?
Gustavo Adolfo
desde el visillo trémulo apuntando
el llameante aullido silencioso.
             
III
¿Proust otra vez ? Guermantes,
vano nácar del tiempo, los biombos
de olvido desplegando fastos...
¿Eres tú o una sombra que cuenta lo de otros?
Sentimientos en eco,
hay lejanas levitas en lo que dices,
pasos que no son tuyos resonando
por galerías de espejos, muselinas,
frutales cornucopias de alucinante alinde
donde no te reflejas...
Caiga al fin el guarnido cortinón escarlata.
             
IV
Llegó el derribo urgente y necesario.
Quedan las cartas. Quema las cartas,
velador giratorio que consultas a veces
en busca del secreto.
Infinitud de amor: están los cedros
dando su sombra al músculo del lince,
pájaros, lluvia, nardo asirio, huerto
terrenal siempre.
Incierto encuentro, realidad fue sólo
las escritas palabras, tal la lápida.
Allí surges de nuevo, allí te tengo
criatura del amor ,
naciendo entre las valvas venéreas de las olas.

viernes, 12 de enero de 2018

Ángel González

Otras veces hoy, que se cumplen diez años de la muerte de Ángel González.

Quisiera estar en otra parte,
mejor en otra piel,
y averiguar si desde allí la vida,
por las ventanas de otros ojos,
se ve así de grotesca algunas tardes.

Me gustaría mucho conocer
el efecto abrasivo del tiempo en otras vísceras,
comprobar si el pasado
impregna los tejidos del mismo zumo acre,
si todos los recuerdos en todas las memorias
desprenden este olor
a fruta madura mustia y a jazmín podrido.

Desearía mirarme
con las pupilas duras de aquel que más me odia,
para que así el desprecio
destruya los despojos
de todo lo que nunca enterrará el olvido.

martes, 9 de enero de 2018

La lluvia

Bruscamente la tarde se ha aclarado 
porque ya cae la lluvia minuciosa. 
Cae o cayó. La lluvia es una cosa 
que sin duda sucede en el pasado. 

Quien la oye caer ha recobrado 
el tiempo en que la suerte venturosa 
le reveló una flor llamada rosa 
y el curioso color del colorado. 

Esta lluvia que ciega los cristales 
alegrará en perdidos arrabales 
las negras uvas de una parra en cierto 

patio que ya no existe. La mojada 
tarde me trae la voz, la voz deseada, 
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.


                                                                          “La lluvia”, de Jorge Luis Borges. 



domingo, 7 de enero de 2018

Puedo escribir(los)

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

                                                                                                  Pablo Neruda.

JM

Le regalé a Jorge Márquez el libro “Trienios. Diario y bestiario de un funcionario” de Jorge Márquez. Tengo la estúpida manía de, siempre que cojo un libro por primera vez, deslizar el pulgar por el lomo de este, como en una especie de juego en el que el azar me lleva a leer una página cualquiera. "24 de diciembre" en este caso. En fin, libros.