Ayer volví a leer “Ligeia”,
aunque no de uno de mis libros sobre las narraciones extraordinarias de Edgar
A. Poe. Los tengo en el pueblo. También escuché la versión que hace Radio
Futura de “Anabel Lee”, mi poema preferido de todos los de Poe. Después, por la
noche, Facebook me mostró que hacía 209 del nacimiento de este autor. Fue
curioso, aunque ya me ha pasado más veces, tener la necesidad de leer, escuchar y ver a Edgar Allan Poe
ayer y no otro día. Imagino que la mejor forma de mantener vivo a un autor es haciendo
que sus palabras y su voz vivan en nosotros todos los días y para siempre. Fue
curioso, también, poder mirar ayer unos enormes,
brillantes y divinos ojos.
Sin embargo, lo "extraño" que encontraba en sus
ojos era la especial naturaleza de su forma o el color o el brillo de los
rasgos... debo referirme en realidad a la "expresión". ¡Palabra sin
sentido tras la que ocultamos nuestra completa ignorancia de lo espiritual!
¡Cuántas horas habré pensado en la expresión de sus ojos! ¡Cómo luché, durante
toda una noche de verano, por alejarla de mí! ¿Qué era eso más profundo que el
pozo de Demócrito que yacía en el fondo de los ojos de mi amada? ¿Qué era? Me
poseía la pasión de descubrirlo. ¡Esos ojos, esos enormes, brillantes, divinos
ojos! Esos eran para mí las estrellas gemelas de Leda y yo era para ellas el
más fervoroso de los astrólogos.
No existe nada entre las múltiples anomalías incomprensibles en la ciencia de la mente, más atrayente y excitante que el hecho -nunca, mencionado, creo, por las escuelas- de que en nuestros esfuerzos por traer a la memoria algo olvidado hace tiempo, nos encontramos al borde mismo de recordarlo sin conseguirlo finalmente. Y, de este modo, ¡con cuánta frecuencia, en mi intenso estudio de los ojos de Ligeia, sentía que me aproximaba al pleno conocimiento de su expresión, sentía que me aproximaba, aún no era mío, me acercaba, y al fin desaparecía por completo. Y -¡extraño el misterio más extraño de todos!- encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia invadió mi espíritu y se instaló como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento como el que sentía siempre, dentro de mí, frente a sus grandes y brillantes ojos. Sin embargo, no podía definir ese sentimiento o analizarlo, o simplemente percibirlo con calma. Lo reconocía, repito, algunas veces, en la observación de una viña que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un arroyo. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gente muy anciana. Y hay una o dos estrellas en el cielo en cuyo estudio telescópico he descubierto ese sentimiento.
No existe nada entre las múltiples anomalías incomprensibles en la ciencia de la mente, más atrayente y excitante que el hecho -nunca, mencionado, creo, por las escuelas- de que en nuestros esfuerzos por traer a la memoria algo olvidado hace tiempo, nos encontramos al borde mismo de recordarlo sin conseguirlo finalmente. Y, de este modo, ¡con cuánta frecuencia, en mi intenso estudio de los ojos de Ligeia, sentía que me aproximaba al pleno conocimiento de su expresión, sentía que me aproximaba, aún no era mío, me acercaba, y al fin desaparecía por completo. Y -¡extraño el misterio más extraño de todos!- encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia invadió mi espíritu y se instaló como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento como el que sentía siempre, dentro de mí, frente a sus grandes y brillantes ojos. Sin embargo, no podía definir ese sentimiento o analizarlo, o simplemente percibirlo con calma. Lo reconocía, repito, algunas veces, en la observación de una viña que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un arroyo. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gente muy anciana. Y hay una o dos estrellas en el cielo en cuyo estudio telescópico he descubierto ese sentimiento.
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