viernes, 26 de julio de 2019

Compañero del alma, tan temprano


Hoy todo lo que veo y siento me llevan a mi padre y a la literatura. Después de varios meses, he vuelto al cementerio a poner claveles rojos y blancos sobre su tumba. El cementerio estaba vacío. No suele haber mucha gente, a no ser que decidas "visitarlo" el Día de Todos los Santos (suena mejor que el Día de los Difuntos, ¿verdad? No sé). Ese día anda una por aquel lugar lúgubre intentando esquivar miradas compungidas y gestos y muecas de resignación y dolor. Me he acordado de Bitorri, la mujer del Txato (Patria, Fernando Aramburú, Barcelona, Tusquets Editores, 2016). Yo, sin embargo, no he llevado el cuadradito de plástico que acostumbra a llevar ella para sentarse y conversar con su marido. Tampoco he tenido una conversación con mi padre. Solo "le he dicho" que espero que no se enfade conmigo, porque mi madre me ha contado en varias ocasiones que él le dejó claro que "cuando se fuera o fuese" me acuerdo ahora de un fragmento que leí en La escapada (Gonzalo Hidalgo Bayal, Barcelona, Tusquets Editores, 2019) en el que el autor hablaba sobre el subjuntivo, no quería "vernos" llorar en el cementerio con un centro de flores en las manos. Ni lágrimas ni flores, y yo con lágrimas y flores. También me he acordado de una de las composiciones más conocidas y sentidas de Miguel Hernández, su Elegía a Ramón Sijé. Nada más pisar el camposanto he reproducido en mi cabeza algunos versos de este poema del poeta oriolano (No hay extensión más grande que mi herida,/ lloro mi desventura y sus conjuntos/ y siento más tu muerte que mi vida./). Después he recordado que Sijé murió el mismo día que tú, papá, en fecha tan señalada. Qué cosas. Siempre que me acuerdo de mi padre, que son los más de los días, está presente también la literatura. Existe una conexión especial entre su recuerdo y las palabras y los textos. Quizás sea porque las palabras son el medio a través del cual lo traigo de vuelta a casa. O quizás sea porque la lectura de un poema o de un fragmento breve me provocan el mismo sentimiento que su recuerdo; la sensación de que lo más insignificante puede hacerte sentir grande y la confirmación de que existe la magia y el “amor constante más allá de la muerte”, como diría Quevedo.


Gestos paralelos

Una siempre compra un cupón con la esperanza inútil de que le toque, aunque sepa de antemano que las posibilidades son mínimas. Más aún cuando un miembro de la familia ya "ha sido premiado". Aun así, se acerca al pequeño stand del cuponero y, a modo de ritual, pide uno acabado en 47. Después ve otro número que le gusta y decide comprarlo también. Cuando se monta en el coche, pone los dos cupones boca abajo y le dice a su madre que escoja uno. Antes de hacerlo, contesta: "Lo que tú estás haciendo ahora me lo hacía siempre tu padre. Compraba dos cupones, uno para él y otro para mí, y me hacía escoger, sin mirar el número, entre uno de los dos". Para quien aprecia tanto los detalles y para quien viva la vida sin más pretensión que la de ser feliz a partir de lo meramente cotidiano, unas palabras que aparentemente no tienen la menor importancia, se convierten en un regalo capaz de cambiar el color del día. Me gusta saber, casi siete años después de su partida, que compartimos algunos gestos. Insignificantes, pero gestos. 

lunes, 15 de julio de 2019

Resulta extraño



“Resulta extraño. Si alguien me hubiese visto el corazón, habría encontrado una ternura desbordante por las cosas y las personas de aquel tiempo, por la cálida exuberancia de aquella vida, y por los silencios, las miradas, las carcajadas, los encuentros un entusiasmo esperanzado—, y, en el centro, un vacío, una pesadumbre, una angustia: Silvia, la verdadera Silvia. Me dije que había sido feliz. Puede que eso fuese la felicidad: una triste esperanza”.

Camino de sangre, Cesare Pavesse y Bianca Garufi.

lunes, 8 de julio de 2019

No deja de sorprendernos, no.

No deja de sorprendernos la vida. Para mal, claro. Parece que a veces se impone, se levanta como un gigante, te mira, arrogante, a la cara y te dice: "hasta aquí". Y no; no es justo. Hoy nos deja una vecina de este pueblo que tiene apenas 60 años de historia y muchas historias. M. no vivía aquí desde hace muchos años, pero formaba parte de este pequeño microcosmos de casi 500 habitantes que es San Francisco de Olivenza. Mi madre me cuenta ahora que recuerda con mucho cariño cuando M. trabajó con ella en la residencia de ancianos de Olivenza. Alude, con lágrimas en los ojos, a su afán por hacer bien su trabajo, a sus ganas de vivir y al empeño por hacer que las horas de trabajo fuesen amenas y agradables. Hace unas horas era mi hermana la que hablaba de M., su hermano. Me contaba que mi madre le ha dicho, en varias ocasiones, que jamás olvidaría cómo lloraba cuando mi hermano tuvo, con 18 años, aquel accidente de moto que casi acaba con su vida. Recuerda mi hermana también, a través de las palabras de mi madre, cómo pegaba la cara al cristal de aquella habitación de hospital y le pedía a quien no podía escucharlo que aguantase, que fuese fuerte. Así es la vida. No deja de sorprendernos. Para mal, claro.