Hoy todo lo que veo y siento me llevan a mi padre y a la literatura.
Después de varios meses, he vuelto al cementerio a poner claveles rojos y
blancos sobre su tumba. El cementerio estaba vacío. No suele haber mucha gente,
a no ser que decidas "visitarlo" el Día de Todos los Santos (suena
mejor que el Día de los Difuntos, ¿verdad? No sé). Ese día anda una por aquel
lugar lúgubre intentando esquivar miradas compungidas y gestos y muecas de resignación
y dolor. Me he acordado de Bitorri, la mujer del Txato (Patria, Fernando Aramburú, Barcelona, Tusquets Editores, 2016). Yo,
sin embargo, no he llevado el cuadradito de plástico que acostumbra a llevar
ella para sentarse y conversar con su marido. Tampoco he tenido una
conversación con mi padre. Solo "le he dicho" que espero que no se
enfade conmigo, porque mi madre me ha contado en varias ocasiones que él le
dejó claro que "cuando se fuera o fuese" –me acuerdo ahora de un fragmento que leí en La escapada (Gonzalo Hidalgo Bayal,
Barcelona, Tusquets Editores, 2019) en el que el autor hablaba sobre el
subjuntivo–,
no quería "vernos" llorar en el cementerio con un centro de flores
en las manos. Ni lágrimas ni flores, y yo con lágrimas y flores. También me he
acordado de una de las composiciones más conocidas y sentidas de Miguel
Hernández, su Elegía a Ramón Sijé.
Nada más pisar el camposanto he reproducido en mi cabeza algunos versos de este
poema del poeta oriolano (No hay extensión
más grande que mi herida,/ lloro mi desventura y sus conjuntos/ y siento más tu
muerte que mi vida./). Después he recordado que Sijé murió el mismo día que
tú, papá, en fecha tan señalada. Qué cosas. Siempre que me acuerdo de mi padre,
que son los más de los días, está presente también la literatura. Existe una
conexión especial entre su recuerdo y las palabras y los textos. Quizás sea
porque las palabras son el medio a través del cual lo traigo de vuelta a casa.
O quizás sea porque la lectura de un poema o de un fragmento breve me provocan
el mismo sentimiento que su recuerdo; la sensación de que lo más insignificante
puede hacerte sentir grande y la confirmación de que existe la magia y el “amor
constante más allá de la muerte”, como diría Quevedo.
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