Podría
compararme con algún río de curso irresoluto que salga al fin a un llano y
quede expuesto, siempre discretamente, a sequías y desmadres. Mi signo es la
intermitencia; mi pasión, cierta variedad de tendencias que me impiden el
disfrute de mí mismo, y cuyo símbolo encomiendo a una encrucijada de caminos
locales; mi dulzura es la naturaleza y el verano, que es tanto como decir la
melancolía de la infancia; mi dolor es
la insatisfacción crónica y la repentina falta de entusiasmo; la literatura ha
acabado por ser, después de la tormenta, una reparación de daños. Cierta
afección a la soñolencia, unida a la renuncia a descubrir en mí el reino de
Jauja, me inclina a pensar que el cordaje vital se me ha aflojado y estoy en la
hora en que las melodías no son ni dulces ni arrebatadoras, sino sólo el son
del agua insomne que fluye y pasa bajo el sueño. Ya raramente me duelen las
palabras, y los quiebros de la sintaxis no me hieren. Por mi condición, o
imagen, no doy la talla para ser estimado como náufrago. Los frutos de mis
ocios no son testimoniales porque no soy noticia ni cifra ni tengo… esa ruda
manera de no aceptar…, esa pasión del alquimista…, esa pasión que hace de la
existencia un eslabón donde cualquier objeto arranca chispas… En fin, cerremos
aquí este balbuceo. No entiendo el mundo, no lo abarco.
Entre
líneas, Luis Landero.
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