“Y
cuando subí la rampa, me pareció que escapaba al fin de la trampa de la hormiga
león y que, según ascendía, el pasado iba quedando cada vez más atrás, y que el
ojo izquierdo se me despabilada por completo para ver en toda su luz aquel día
de verano, y que allí arriba me esperaban otras vidas con las que entrelazar la
mía, para formar de nuevo un laberinto de instantes, de promesas, de episodios
sin principio ni fin”.
Así termina El guitarrista de Luis
Landero. Estas líneas están precedidas por letras que narran la ruptura de Emil
y Adriana cuando este descubre que su historia de amor con la mujer de don
Osorio, su jefe, ha sido un engaño fabulado por los dos, un juego perfectamente
trazado; tras descubrir que, durante un tiempo, ha vivido en un mundo donde la
ficción y la realidad han ido siempre de la mano. Así, sin anestesia. ¡Pobre Emil!
Ahora
leo la contraportada de Juegos de la edad
tardía (sí, yo al revés; empiezo por lo último para llegar a lo primero) y
en ella se dice lo siguiente:
“[…]
En ella, Gregorio, un oficinista aficionado a la poesía, y Gil, un
representante comercial, se conocen y entablan una profunda amistad. Comparten
sueños y frustraciones hasta que deciden iniciar un juego en el que Gregorio se
transforma en el señor Faroni, un hombre culto y locuaz, al que idolatra. Pero
cuando realidad y ficción se confunden, la diversión se transforma en peligro.”
Vaya,
qué contingencia más deliciosa. Me gusta encontrar siempre en Landero “los
mismos motivos temáticos” (el hombre en busca de su propia identidad, el tipo
sujeto a la contingencia y al albur y devenir de los acontecimientos, el pícaro
que negocia con la vida y piensa que esta, la vida, es un negocio que no cubre ni
siquiera los gastos, el joven inocente que acaba engolfado y desencantado con
los cimientos sobre los que ha construido su vida: el amor, la amistad, el
trabajo, la vocación, etc) y descubrir cómo su producción literaria responde a ciertos tipos. Ahora, con la lectura de
su opera prima, tendré el placer de conocer cómo el autor despliega un ingenio
que va a acompañarlo en todas sus obras. Más vale tarde que nunca, digo yo. A
decir verdad, siempre llego tarde…
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