No
le gustaban las flores. Alguna vez lo he dicho aquí. Seguro que sí, que lo he
dicho, no que le gustasen. A mí nunca me lo dijo, pero a mamá sí. Ella a veces
me lo cuenta: “tu padre siempre decía que cuando se muriese no quería ver a nadie llorando en el cementerio
con un centro de flores en las manos”. Ay, papá, si tú supieras… Y si tú
supieras también cuantas veces lo cuenta mamá. No es porque se le olviden las
cosas, estoy segura, es porque recordando cómo eras se siente más cerca de ti.
Como yo. Por eso, cuando llego a casa, te veo en tu sillón de siempre dormido a
la siesta, o, cuando recorro el pasillo, oigo el sonido de la radio gris y antigua que escuchabas todas las noches hasta que te vencía el sueño. También te veo en el arco alzando la mano para saludarme
cuando llego, de Cáceres, al pueblo. Y por el camino que andabas todas las
mañanas a eso de las siete. Y en tu tomate con anchoas y, exactamente, seis
aceitunas. Y en cada copa de vino tinto. Y en los ojos de mamá, de Sergio,
Elena, Chané y Fay. También en sus sonrisas. Y en las fotos en blanco y negro.
En cada camisa a cuadros y en cada pelo cano y pobre. En cada 27, 28 y 29 de
abril, porque solo una persona tan especial podía cumplir años tres veces al
año.
Y
ahora, casi a tus setenta y un años, ¿cómo serías? Igual. Estoy segura. Y también
estoy segura de que yo sería más feliz y mejor persona.
Y hoy, hoy que no es el día del padre, para
mí sí lo es.
A qué región me llegaré a buscarte
ahora que reposas a mi lado
en forma de deseo
hombre
cuya belleza apenas
conocía. Cada día me ciñe
su cilicio de ausencia.
Me has herido de vida desde toda
tu muerte
y no hay sueño bastante a tu vacío.
Ada
Salas
Y
no hay, no; no hay sueño bastante a tu
vacío.
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