martes, 24 de diciembre de 2019

Siete


 Parece que fue ayer cuando, juntos, veíamos la televisión mientras te quejabas del olor a tabaco porque mamá no paraba de fumar. El tiempo nos obliga, a veces, a ejercitar la memoria para traer de vuelta recuerdos que empiezan a formarse de manera poco objetiva o nítida, debido a la distancia. En estos siete años no he dejado de imaginarme cómo serías ahora; un ahora que pudo ser hace dos años u hoy mismo. Tampoco he dejado de imaginar cómo sería contarte que soy realmente feliz y que, aunque me queje, tengo la suerte de poder disfrutar del mejor trabajo del mundo; un trabajo que me apasiona y que me permite seguir creyendo en la magia que encierran las palabras, como estas que ahora te escribo. Te echo tanto de menos que a veces creo que nunca voy a dejar de entrar en casa sin pensar que cualquier día voy a volverte a ver, sentado en tu sillón, con tus canas y tu sonrisa abierta al mundo y a las cosas más simples.

Hoy recojo aquí, con pudor y siendo consciente de la torpeza y poca inteligencia que reflejan estos versos, siete pequeñas composiciones que un día escribí con la intención de reflejar el amor, la gratitud y el respeto que te sigo teniendo, papá.

Siete horas, siete años, siete poemas.

I

Descalza
el agua tibia del verano
mojaba tus pequeños pies
bajo la sombra de una higuera.
Entonces tú me mirabas
con la sonrisa
cansada y dulce
de quien nada teme
de quien nada espera.
Entonces tú me mirabas
con la certeza de que el tiempo
nos regalaría la oportunidad
de vernos siempre
con los mismos ojos.
El sol era otro
y la vida se antojaba entonces
hermosa y apacible.

II

No temas, niña, a la oscuridad
que te atormenta.
Entre dos cuerpos cálidos
reposa el tuyo apenas hecho.
Tu sueño ahora es plácido y sosegado.
Al amanecer, como otro día cualquiera,
las sombras volverán a convertirse en luz
y los fantasmas, niña,
desaparecerán de nuevo.

III

Bastaba saberte en casa
para creer que la vida
nos permite adorar el bien
inmaterial de las cosas.
En la distancia te imagino
aquí, sentado en el sofá
que todavía ocupas
a pesar de tu partida.
Me bastaba saberte así
para saber también
que la vida estaba ahí
esperándonos.

IV

He intentado andar el camino
que con paso lento y sosegado
realizabas cada mañana.
Ha sido imposible.
La tierra ahora es de otro color
el aire más impuro
y mi caminar, también, más lento.
Aun así, te sigo encontrando
en cada piedra, en cada hoja
y en la respiración de un tiempo
que exhala eternidades de un pasado
todavía vivo.

V

La fuerza desmedida del dolor
nos hace inmunes a la muerte.
La tristeza se instala
sigilosa
para mirarnos de frente
insultante
y con crecida burla.
La fuerza desmedida del dolor
nos hace sabernos más vivos
aunque la realidad sea
realmente otra.

VI

Volveremos a vernos
con la urgencia del sediento
que en mitad del desierto
se desvanece ante el milagro
del agua.
Volveremos a vernos
en el sonar de la melodía
que apacigua a las bestias.
Volveremos a vernos
cuando el recuerdo nos inunde
con la armonía del ayer.
Volveremos a vernos
cuando este tiempo
se nos confiese
como el único verdadero.

VII

Tu voz cobra fuerza
en esta aciaga oscuridad
que se desvanece al caer la noche.
No puedo oírla.
Me incorporo.
no la escucho
me esfuerzo
me detengo.
De ti me llega
el sonido imperceptible
del mundo
el crepitar de la vida
en esta soledad inmunda.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Son tiempos difíciles para los soñadores

"Verá, mi pequeña Amélie, usted no tiene los huesos de cristal. Podrá soportar los golpes de la vida. Si usted deja pasar esta oportunidad, con el tiempo, su corazón se irá volviendo seco y frágil como mi esqueleto. ¿A qué espera? Ande, vaya a por él."


lunes, 2 de septiembre de 2019

De los recuerdos (2)

Hoy, después de muchos años, he vuelto a nuestra pequeña parcela. Cuando mi madre me propuso ir esta mañana, no dudé ni un solo segundo. A raíz de mi "viaje al pasado", me he dado cuenta de lo curioso que resulta el mecanismo de la memoria; de cómo hace y deshace a su antojo con nuestros recuerdos. Solo así podría explicar cómo aquellos recuerdos que siempre creí nítidos y certeros, se desvanecen con el paso del tiempo para confirmar mi error. Es por eso por lo que me sorprende haber comprobado que la antigua furgoneta que ocupa parte de nuestra tierra es azul y no beig. Es por eso por lo que tampoco recordaba que mi padre plantó allí uno de los últimos árboles de navidad que iluminó nuestra casa en fechas tan señaladas. Hoy, el pequeño pino que adornaba nuestro salón hace algunos años, se ha convertido en un enorme árbol que ha crecido con el paso del tiempo. También he visto cómo se ha secado el estrecho canal en el que mojaba mis pies en las calurosas tardes de verano. Todo parece haber tomado "otro color". Todo parece haber cambiado, excepto la imagen de una niña que hoy, después de tantos años, ha decidido saborear el fruto del pasado para así deleitarse con la nostalgia de una infancia jamás perdida. 

Ahora recuerdo que en la primera entrada de este blog hacía referencia, precisamente, a aquellos días en los que la felicidad tenía otro sentido mucho más puro e inocente. 

Aquí va:

"Recuerdo los viajes a la parcela en aquella puch condor negra y amarilla. Yo, con mis menudas y débiles manos, me agarraba fuerte a tu barriga y dejaba caer la cabeza sobre tu espalda. El viento despeinaba mi cabello negro, y a través de las pequeñas aberturas que los pelos dibujaban en mis ojos vislumbraba los campos marrones y verdes vestidos de la fruta o flor característica de cada estación del año.

Solía acompañarte los días de verano y recibía el mayor regalo que la naturaleza podía ofrecerme: un campo cálido y dorado por el sol en el que el cielo se fundía con la tierra. Era como asistir a un espectáculo mágico, cuyo acto culmen era tu aparición en escena con las herramientas necesarias para trabajar el campo; para trabajar tu campo. Yo, como la más ferviente de las espectadoras, como tu fan número uno,  contemplaba cada acción desde mi palco singular: un estrecho canalillo, situado bajo una higuera, por donde manaba una corriente de agua fría; corriente que tantas y tantas veces refrescó mis pies en las calurosas tardes de verano.

Hoy, 15 o 16 años después, conservo en la valiosa cajita que es la memoria estos recuerdos como si de tesoros se tratasen. Y lo son, y lo seguirán siendo mientras conserve la lucidez.

Quizá un día de estos, aunque el agua hiele mis pies, aunque la higuera esté triste y desprovista de frutos, aunque nuestra tierra agonice sumida en la nostalgia, vuelva a ti. Quizá un día de estos, aunque tú no estés, yo vuelva, y nos vea allí a los dos: a ti, trabajando tus tierras, y a mí, admirándote de nuevo, como siempre". 

viernes, 30 de agosto de 2019

Luz(es)

En la consulta del médico.

-Menos mal que de vez en cuando me visitas y pones un poco de luz a todo esto. 

jueves, 29 de agosto de 2019

Vendrán días

"Déjame desnudo de recuerdos, no los necesito" decía Manolo García en una canción que he vuelto a escuchar hoy, después de un tiempo.

viernes, 2 de agosto de 2019

27/1


El viernes pasado, a estas horas, hablaba con mi hermana Elena. Me decía que Marta llegaba de viaje en unas horas, que "subiese a tomar algo con ellas". Ese mismo día también tuve el placer de escuchar un fragmento de la que será la próxima obra de un vecino de este pequeño pueblo que es San Francisco de Olivenza. Así, sin comas, como las primeras páginas de Señas de identidad, de Juan Goytisolo. Es una de esas personas que, a pesar de explicar matemáticas a sus alumnos, valora la literatura y nos confirma que sí, que las letras y los números pueden ir perfectamente de la mano. Al día siguiente, sábado, cerca de la una del mediodía, tuve un accidente que pudo costarme la vida. Hoy, seis días después, he ido al depósito para retirar de mi vehículo, siniestro, lo poco que en buen estado quedaba allí: unas gafas de sol, trabajos de mis alumnos sobre escritoras extremeñas como Pilar Galán, Dulce Chacón y Carolina Coronado, un marco de fotografías que me regalaron mis alumnos de 1ºD ESO, un paraguas, un regalo tardío que me hizo una amiga por mi cumpleaños, cinco euros que tenía en la guantera y el llavero que había comprado días antes del accidente. Cogí todo y me fui, pero me fui con la certeza de que la imagen que vi por última vez en aquel depósito formaría parte de mí para siempre. Me fui, y también me traje a casa, una vez más, la confirmación de lo efímera, contingente y absurda que es la vida. Hoy, por la mañana temprano, también fuimos mi hermana y yo a llevar a Cholito, mi perro, al veterinario. Cuando vi de nuevo sus ojos abiertos al mundo pensé que, a partir de ese momento, tendría la oportunidad de mirar las cosas de otro modo, como yo desde hace seis días. Cuando llegué a casa y bajé todas las cosas que horas antes metí en bolsas y en el pequeño cajón de la conciencia, recordé que, el viernes 26, May me recomendó leer a Haruki Murakami, un escritor japonés. Fue entonces cuando revisé la galería de mi teléfono móvil y localicé, sin mucha dificultad, una fotografía con un fragmento de una de sus obras. Creo que es de Hombre sin mujeres, pero no estoy segura. Dice así: 

A veces, cuando observamos las cosas al cabo de un tiempo o desde una perspectiva un poco diferente, algo que creíamos absurdamente esplendoroso o absoluto, algo por lo que renunciaríamos a todo para conseguirlo, se vuelve sorprendentemente desvaído y entonces te preguntas qué demonios veían tus ojos.

Son las cinco últimas palabras de este fragmento las que llevo recordando desde aquel sábado 27 de julio de 2019, con la única intención de convencerme de que no somos capaces de mirar, admirar y valorar lo cotidiano y lo que, a pesar de ser insignificante, nos hace felices; para convencerme de que siempre concedemos el privilegio de glorificar y exagerar hechos vacíos y estúpidos que, idealizados, un día creímos absolutos, esplendorosos y eternos. Sí, la vida es efímera, contingente y absurda.

viernes, 26 de julio de 2019

Compañero del alma, tan temprano


Hoy todo lo que veo y siento me llevan a mi padre y a la literatura. Después de varios meses, he vuelto al cementerio a poner claveles rojos y blancos sobre su tumba. El cementerio estaba vacío. No suele haber mucha gente, a no ser que decidas "visitarlo" el Día de Todos los Santos (suena mejor que el Día de los Difuntos, ¿verdad? No sé). Ese día anda una por aquel lugar lúgubre intentando esquivar miradas compungidas y gestos y muecas de resignación y dolor. Me he acordado de Bitorri, la mujer del Txato (Patria, Fernando Aramburú, Barcelona, Tusquets Editores, 2016). Yo, sin embargo, no he llevado el cuadradito de plástico que acostumbra a llevar ella para sentarse y conversar con su marido. Tampoco he tenido una conversación con mi padre. Solo "le he dicho" que espero que no se enfade conmigo, porque mi madre me ha contado en varias ocasiones que él le dejó claro que "cuando se fuera o fuese" me acuerdo ahora de un fragmento que leí en La escapada (Gonzalo Hidalgo Bayal, Barcelona, Tusquets Editores, 2019) en el que el autor hablaba sobre el subjuntivo, no quería "vernos" llorar en el cementerio con un centro de flores en las manos. Ni lágrimas ni flores, y yo con lágrimas y flores. También me he acordado de una de las composiciones más conocidas y sentidas de Miguel Hernández, su Elegía a Ramón Sijé. Nada más pisar el camposanto he reproducido en mi cabeza algunos versos de este poema del poeta oriolano (No hay extensión más grande que mi herida,/ lloro mi desventura y sus conjuntos/ y siento más tu muerte que mi vida./). Después he recordado que Sijé murió el mismo día que tú, papá, en fecha tan señalada. Qué cosas. Siempre que me acuerdo de mi padre, que son los más de los días, está presente también la literatura. Existe una conexión especial entre su recuerdo y las palabras y los textos. Quizás sea porque las palabras son el medio a través del cual lo traigo de vuelta a casa. O quizás sea porque la lectura de un poema o de un fragmento breve me provocan el mismo sentimiento que su recuerdo; la sensación de que lo más insignificante puede hacerte sentir grande y la confirmación de que existe la magia y el “amor constante más allá de la muerte”, como diría Quevedo.


Gestos paralelos

Una siempre compra un cupón con la esperanza inútil de que le toque, aunque sepa de antemano que las posibilidades son mínimas. Más aún cuando un miembro de la familia ya "ha sido premiado". Aun así, se acerca al pequeño stand del cuponero y, a modo de ritual, pide uno acabado en 47. Después ve otro número que le gusta y decide comprarlo también. Cuando se monta en el coche, pone los dos cupones boca abajo y le dice a su madre que escoja uno. Antes de hacerlo, contesta: "Lo que tú estás haciendo ahora me lo hacía siempre tu padre. Compraba dos cupones, uno para él y otro para mí, y me hacía escoger, sin mirar el número, entre uno de los dos". Para quien aprecia tanto los detalles y para quien viva la vida sin más pretensión que la de ser feliz a partir de lo meramente cotidiano, unas palabras que aparentemente no tienen la menor importancia, se convierten en un regalo capaz de cambiar el color del día. Me gusta saber, casi siete años después de su partida, que compartimos algunos gestos. Insignificantes, pero gestos. 

lunes, 15 de julio de 2019

Resulta extraño



“Resulta extraño. Si alguien me hubiese visto el corazón, habría encontrado una ternura desbordante por las cosas y las personas de aquel tiempo, por la cálida exuberancia de aquella vida, y por los silencios, las miradas, las carcajadas, los encuentros un entusiasmo esperanzado—, y, en el centro, un vacío, una pesadumbre, una angustia: Silvia, la verdadera Silvia. Me dije que había sido feliz. Puede que eso fuese la felicidad: una triste esperanza”.

Camino de sangre, Cesare Pavesse y Bianca Garufi.

lunes, 8 de julio de 2019

No deja de sorprendernos, no.

No deja de sorprendernos la vida. Para mal, claro. Parece que a veces se impone, se levanta como un gigante, te mira, arrogante, a la cara y te dice: "hasta aquí". Y no; no es justo. Hoy nos deja una vecina de este pueblo que tiene apenas 60 años de historia y muchas historias. M. no vivía aquí desde hace muchos años, pero formaba parte de este pequeño microcosmos de casi 500 habitantes que es San Francisco de Olivenza. Mi madre me cuenta ahora que recuerda con mucho cariño cuando M. trabajó con ella en la residencia de ancianos de Olivenza. Alude, con lágrimas en los ojos, a su afán por hacer bien su trabajo, a sus ganas de vivir y al empeño por hacer que las horas de trabajo fuesen amenas y agradables. Hace unas horas era mi hermana la que hablaba de M., su hermano. Me contaba que mi madre le ha dicho, en varias ocasiones, que jamás olvidaría cómo lloraba cuando mi hermano tuvo, con 18 años, aquel accidente de moto que casi acaba con su vida. Recuerda mi hermana también, a través de las palabras de mi madre, cómo pegaba la cara al cristal de aquella habitación de hospital y le pedía a quien no podía escucharlo que aguantase, que fuese fuerte. Así es la vida. No deja de sorprendernos. Para mal, claro. 

lunes, 17 de junio de 2019

Retales


Bastaba saberte en casa para creer
que la vida nos permite adorar
el bien inmaterial de las cosas.
En la distancia te imagino aquí
sentado en el sillón que ocupas
a pesar de tu partida.
Me bastaba saberte así
para saber también que
la vida estaba ahí
esperándonos.



La tierra también llora
por los pies que jamás
volverán a pisarla.
Tiene ojos
yo se los he visto.
El tiempo ha arrasado
todo lo que un día creí seguro.
Se llevó la leve brisa de la mañana
y la quietud de las noches.
También el amable devenir de los días. 
Devastó campos y ciudades
pero tu recuerdo sigue aquí
impasible
a pesar del tiempo y de la vida.


domingo, 28 de abril de 2019

Felicidades, papá

Delcalza
el agua tibia del verano
mojaba tus pequeños pies
bajo la sombra de una higuera.
Entonces tú me mirabas
con la sonrisa
cansada y dulce
de quien nada teme
de quien nada espera.
Entonces tú me mirabas
con la certeza de que el tiempo
nos regalaría la oportunidad
de vernos siempre
con los mismos ojos.
El sol era otro
y la vida se antojaba entonces
hermosa y apacible.