Nunca le gustaron. A mí tampoco. Decía que cuando faltase
no quería que nadie fuese a llorar al cementerio ni gastase su dinero en flores;
flores, algo que, tanto a mí como a él, nos parecía efímero, caduco y absurdo.
Todo esto me lo contó mamá cuando ya te habías ido, sin embargo, yo, desobedeciéndote-una
vez más- y yendo en contra de mis principios -otra vez más-, solía ir a visitar
tu tumba para ponerte un pequeño centro de claveles rojos y blancos. Siempre
rojos y blancos. Todo por una razón. Eran las únicas flores- desconozco el
motivo- en las que te seguía viendo, en las que sentía que seguías existiendo. Claveles
rojos y blancos; siempre rojos y blancos. Esto, también, por una razón.
También, siempre, cogía una de las flores rojas que
formaban el ramo y la depositaba en el monumento en honor -y recuerdo- a los
caídos en la Guerra Civil española. Cuando volvía, el clavel seguía allí -ya
seco, muerto- o había decidido volar, como tú hace casi cinco años. En aquellos momentos recordaba todas las historias
que mamá y tú me contabais sobre aquellos años difíciles. Imaginaba que me las
seguías contando, y que así sería siempre. Te imaginaba con cinco años más, con
tu poco pelo aún más cano, tu camisa a cuadros y aquellos pantalones agarrados
siempre con una cuerda a modo de cinturón.
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No encontré rosas para mi madre, J. A. García Blázquez |
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