viernes, 9 de junio de 2017

Sí, era un Ángel.

No sabía cómo había llegado hasta allí, pero allí estaba, rodeado de personas desconocidas, árboles gigantes y casas de madera construidas a modo de palafito. Era un mundo extraño y algo sórdido para mí. Me sentía perdido y no conseguía ubicarme. Por momentos pensé en regresar a la civilización, a aquel lugar apacible y conocido que había abandonado hacía solo unos días. Estaba allí por cuestiones de trabajo, pero me preguntaba continuamente: ¿si no fuera por esto hubieras llegado hasta aquí? Entonces no lo sabía, ahora si lo sé.

Los días pasaban angostos y en mi cara se reflejaba la desidia y el malestar que me provocaba aquel lugar. Era de noche. Decidí acercarme a aquel restaurante tan particular para comer algo y reponer fuerzas. Era un espacio mínimo, vallado con una verja metálica, en el que había, únicamente, cuatro mesitas con sus sillas. Allí, bajo la luz de un candil, cuatro mujeres cocinaban para los comensales y, al final de la noche, repartían las ganancias entre ellas. Fue allí también donde conocí al “holandés errante”. Nunca supe su nombre, pero aquella secuencia, aquel sintagma definía perfectamente lo que aquel tipo era: un hombre decidido a viajar por el mundo sin más fin que el de conocer y aprender.

A los pocos días acudió un niño de 4 años a aquel restaurante donde yo cenaba todas las noches. Se había convertido en uno de mis lugares preferidos; en un lugar cálido donde podía sentirme como en casa, donde encontraba la paz que tantos días atrás me había faltado. Ahora lo recuerdo como el restaurante más hermoso del mundo. Aquel  crío de ojos negros y cuerpo delgado se llamaba Ángel y tenía alrededor de cuatro años.

Pasaban los días y Ángel me miraba, en silencio, cada vez que visitaba el local de su madre.  Empezó a seguirme siempre y a querer pasar tiempo conmigo, pero siempre en silencio. Una mañana soleada, en la que hacía un bochorno propio de aquel lugar salvaje, me acerqué al parque donde, a menudo, se reunían todas las personas de aquel poblado. Oí, entonces, una vocecita tenue y dulce que me llamaba: ¡eh, Augusto! Miré hacia atrás y allí estaba Ángel, con aquellos ojos grandes con los que siempre me miraba; con aquellos ojos que parecían hechos para observar el mundo; con aquellos ojos, siempre, maravillados. Entablamos una amistad poco convencional para cuantos nos veían pasear juntos, continuamente, por aquel lugar. Un hombre blanco de edad avanzada y un niño, con mezcla india y negra en su piel y corazón, de tan solo cuatro años.

Los días pasaban, ahora, sosegados y con una felicidad que parecía imposible hacía solo unas semanas. Ángel me invitaba a su casa y me enseñaba sus juguetes. Su preferido era una pequeña canoa de madera en la que ya no cabía. Con la efusividad y la inocencia de los años me decía:

-¡Eh, Augusto, mira! estoy navegando por el mar.

Nunca le hizo falta el agua que necesitaba aquel pequeño barco para ponerlo en movimiento. Su imaginación volaba más allá de aquella realidad mezquina, y allí, en un suelo lleno de arena y barro, navegaba a diario.

Llegó el día en que mi viaje, que hasta entonces creía que era de trabajo, llegó a su fin. A las 03:00 de la madrugada debía coger el barco que me llevaba, de nuevo, de vuelta. No pude decirle a Ángel que me iba pero no hizo falta; él ya lo sabía. Aquella tarde en la que, sin querer, me despedí de él y de sus juguetes, me dijo con los ojos empañados en lágrimas:

-Augusto quédate a dormir solo esta noche, por favor. Te enseñaré otros juguetes que tengo y podremos seguir jugando más tiempo.

Sabía que me iba. No sé cómo, pero lo sabía.

Rechacé quedarme esa noche con él porque el trasporte allí era escaso y penoso. Salían dos barcos a la semana y para cogerlos tenías que hacer un gran esfuerzo. Me arrepiento. Tenía que haberle concedido esa noche, aunque solo fuese una.

Me marché prometiendo que regresaría al día siguiente para que me enseñara el resto de juguetes. Clavó sus brillantes ojos negros sobre mi figura y, sin gemir siquiera, sus lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas morenas.

Ahora solo me queda su foto sentado en aquella canoa y la promesa de acabar mi libro; ese libro que era el motivo por el que viajé hasta allí; el libro gracias al que conocí a Ángel y sus inmensos ojos negros.

Cuando me fui descubrí que aquel viaje no había sido de trabajo, sino de VIDA, y que lejos de estar separados miles de kilómetros, su imagen y su recuerdo me acompañarían toda la vida, como aquella fotografía que ahora veía todas las mañanas.

Tengo la certeza de que nos volveremos a ver… Quizá cuando termine mi libro y vuelva para cumplir la promesa que, años atrás, le hice. 

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