No
sabía cómo había llegado hasta allí, pero allí estaba, rodeado de personas
desconocidas, árboles gigantes y casas de madera construidas a modo de
palafito. Era un mundo extraño y algo sórdido para mí. Me sentía perdido y no
conseguía ubicarme. Por momentos pensé en regresar a la civilización, a aquel
lugar apacible y conocido que había abandonado hacía solo unos días. Estaba
allí por cuestiones de trabajo, pero me preguntaba continuamente: ¿si no fuera
por esto hubieras llegado hasta aquí? Entonces no lo sabía, ahora si lo sé.
Los
días pasaban angostos y en mi cara se reflejaba la desidia y el malestar que me
provocaba aquel lugar. Era de noche. Decidí acercarme a aquel restaurante tan particular
para comer algo y reponer fuerzas. Era un espacio mínimo, vallado con una verja
metálica, en el que había, únicamente, cuatro mesitas con sus sillas. Allí,
bajo la luz de un candil, cuatro mujeres cocinaban para los comensales y, al
final de la noche, repartían las ganancias entre ellas. Fue allí también donde conocí
al “holandés errante”. Nunca supe su nombre, pero aquella secuencia, aquel
sintagma definía perfectamente lo que aquel tipo era: un hombre decidido a
viajar por el mundo sin más fin que el de conocer y aprender.
A
los pocos días acudió un niño de 4 años a aquel restaurante donde yo cenaba
todas las noches. Se había convertido en uno de mis lugares preferidos; en un
lugar cálido donde podía sentirme como en casa, donde encontraba la paz que
tantos días atrás me había faltado. Ahora lo recuerdo como el restaurante más
hermoso del mundo. Aquel crío de ojos
negros y cuerpo delgado se llamaba Ángel y tenía alrededor de cuatro años.
Pasaban
los días y Ángel me miraba, en silencio, cada vez que visitaba el local de su
madre. Empezó a seguirme siempre y a
querer pasar tiempo conmigo, pero siempre en silencio. Una mañana soleada, en
la que hacía un bochorno propio de aquel lugar salvaje, me acerqué al parque
donde, a menudo, se reunían todas las personas de aquel poblado. Oí, entonces, una
vocecita tenue y dulce que me llamaba: ¡eh, Augusto! Miré hacia atrás y allí
estaba Ángel, con aquellos ojos grandes con los que siempre me miraba; con
aquellos ojos que parecían hechos para observar el mundo; con aquellos ojos,
siempre, maravillados. Entablamos una amistad poco convencional para cuantos
nos veían pasear juntos, continuamente, por aquel lugar. Un hombre blanco de
edad avanzada y un niño, con mezcla india y negra en su piel y corazón, de tan
solo cuatro años.
Los
días pasaban, ahora, sosegados y con una felicidad que parecía imposible hacía
solo unas semanas. Ángel me invitaba a su casa y me enseñaba sus juguetes. Su
preferido era una pequeña canoa de madera en la que ya no cabía. Con la
efusividad y la inocencia de los años me decía:
-¡Eh,
Augusto, mira! estoy navegando por el mar.
Nunca
le hizo falta el agua que necesitaba aquel pequeño barco para ponerlo en
movimiento. Su imaginación volaba más allá de aquella realidad mezquina, y
allí, en un suelo lleno de arena y barro, navegaba a diario.
Llegó
el día en que mi viaje, que hasta entonces creía que era de trabajo, llegó a su
fin. A las 03:00 de la madrugada debía coger el barco que me llevaba, de nuevo,
de vuelta. No pude decirle a Ángel que me iba pero no hizo falta; él ya lo sabía.
Aquella tarde en la que, sin querer, me despedí de él y de sus juguetes, me
dijo con los ojos empañados en lágrimas:
-Augusto
quédate a dormir solo esta noche, por favor. Te enseñaré otros juguetes que
tengo y podremos seguir jugando más tiempo.
Sabía
que me iba. No sé cómo, pero lo sabía.
Rechacé
quedarme esa noche con él porque el trasporte allí era escaso y penoso. Salían
dos barcos a la semana y para cogerlos tenías que hacer un gran esfuerzo. Me
arrepiento. Tenía que haberle concedido esa noche, aunque solo fuese una.
Me
marché prometiendo que regresaría al día siguiente para que me enseñara el
resto de juguetes. Clavó sus brillantes ojos negros sobre mi figura y, sin
gemir siquiera, sus lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas morenas.
Ahora
solo me queda su foto sentado en aquella canoa y la promesa de acabar mi libro;
ese libro que era el motivo por el que viajé hasta allí; el libro gracias al
que conocí a Ángel y sus inmensos ojos negros.
Cuando
me fui descubrí que aquel viaje no había sido de trabajo, sino de VIDA, y que
lejos de estar separados miles de kilómetros, su imagen y su recuerdo me
acompañarían toda la vida, como aquella fotografía que ahora veía todas las
mañanas.
Tengo
la certeza de que nos volveremos a ver… Quizá cuando termine mi libro y vuelva
para cumplir la promesa que, años atrás, le hice.
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