domingo, 8 de abril de 2018

Divagaciones


Llevo toda la mañana acordándome de la conversación que tuve hace un par de semanas con L. Hablamos, como siempre, de literatura. Me gustan las personas que no coinciden con la opinión de todo el mundo. Por eso me gustó rebatir su asentada idea de la superioridad de la generación del 98 frente a la del 27. Le encanta Juan Ramón Jiménez (“anda, ¿y a quién no?”), pero no termina de digerir del todo a algunos poetas de la otra generación. “No, por favor. No me digas que no te parece una poesía perfecta y sugerente la de Lorca o Cernuda”. Hablamos, después, de Ángel González –cuando yo recité uno de sus poemas de memoria– y de otros autores contemporáneos y no tan contemporáneos. Él habló de Antonio Colinas, y yo, no sé si por el efecto de la ginebra a tan altas horas de la madrugada, o por la mala cabeza que gasto últimamente, afirmé no conocerlo. “Mal, Mabel, muy mal; precisamente en este espacio has plasmado una de sus composiciones (“La tarde es una lágrima”) no hace mucho”. Pero no ha sido esta, la conversación de la que me he acordado hoy, aunque ahora la recoja aquí. Lo que ocurre es que el discurrir de un recuerdo nos lleva siempre a otros, y de ahí estas divagaciones. En fin, en lo que me he estado recreando durante toda esta mañana de domingo es en lo que L. me dijo acerca de las oposiciones: “Mabel, tú eres una persona que no vale para estudiar, como yo; tú vales para aprender e investigar, para querer saber más”. Y en realidad tiene mucha razón, y esa es una de las causas de mi comportamiento a lo largo de toda mi vida académica. Nunca me he gustado aprender, conocer y estudiar para tener que demostrarle a alguien lo que sé (“¡Qué gracia, Mabel; a ver qué haces entonces cuando seas profesora; si llegas a serlo algún día, claro”). De ahí la pereza de estudiar para profesores que miden su ego en relación con la capacidad que tengan sus alumnos para vomitar su perfecto y elaborado temario en “x” horas y “x” folios. Es cierto lo que L. afirmaba de manera tan rotunda hace un par de semanas. Me llevo acordando de ello toda esta mañana de domingo, porque, al repasar el tema de la Lírica Barroca, me he distraído en innumerables ocasiones. Algunas para buscar, leer y copiar composiciones como Amor constante más allá de la vida o el famoso soneto de Lope que dice aquello de “desmayarse, atreverse, estar furioso…”; otras para recordar la edición facsimilar de la poesía del Fénix de los ingenios que compré en Boxoyo, y para revisar los materiales que preparé sobre la Lírica Barroca para los alumnos de 1º de Bachillerato del IES Profesor Hernández Pacheco, a quienes mostré este volumen; otras para leer algunas cosas de esa composición que no es otra cosa que una parodia de los poemas épicos en la que los gatos hacen alarde de sentimientos humanos como el valor, el amor, la venganza y el odio. Lo mismo me ocurrió la semana pasada en la BC de Cáceres, cuando intentaba volver sobre el tema 49, “La novela en los Siglos de Oro. La novela picaresca: El Lazarillo de Tormes”. Irrumpí mi estudio para buscar información sobre determinados aspectos de esta obra. Me detuve, especialmente, en la teoría que defiende el nacimiento de la picaresca como consecuencia del elevado número de vagabundos y pícaros que existía en la época en nuestro país. “Mabel, estudia; vas a tener solo dos horas para plasmar tus conocimientos sobre un determinado tema. Bueno, si cae alguno de los que vas a llevar preparados, claro”. Pues nada, oye, que toda una mañana para repasar un tema de 5 folios y a una le quedan, todavía, las conclusiones y las referencias bibliográficas. Pero aquí no queda la cosa, porque al coger el folio donde recojo la bibliografía, pienso que quizá en la obra “Lírica y Poética en España, 1536-1780” de Russell P. Sebold (Cátedra, 2003) –obra que utilicé para elaborar las conclusiones del tema 47 (“La lírica renacentista de la primera mitad del Siglo XVI: Garcilaso de la Vega”. Apunte: me gustó eso de que para la mayor parte de los críticos y poetas de los siglos XVI- XIX, cualquier tiempo pasado no fue mejor, sino tan solo el de Garcilaso)– vienen datos relevantes sobre el tema con el que ahora estoy. “No, Mabel; ni siquiera tienes aquí el libro. Sigue, por favor; deja de enredar ya”. Que sí, que L. tenía toda la razón del mundo. Y no me pesa, de verdad. No me pesa ni atormenta perder el tiempo en estos asuntos. Como tampoco va a pesarme mañana el asistir, en el aula 27 de la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres, a la conferencia (“Jorge Luis Borges en la ciudad de los inmortales”) y lectura de poemas a cargo del poeta y profesor de la Universidad de Murcia, Dr. Vicente Cervera. Que sí, que sí, que L. tiene razón, pero yo también la tengo cuando digo que me gusta la gente que aprecia la literatura y las letras, a pesar de que su área de estudio y su vida profesional estén vinculadas completamente con las ciencias.

Lo que ocurre es que el discurrir de un recuerdo nos lleva siempre a otros, y es por eso por lo que mi cabeza sigue funcionando más allá de los límites que me imponen los apuntes que tengo delante de mis narices. Es por eso por lo que ahora recuerdo –y vuelvo a leer– el mensaje que alguien me envió ayer por la noche, después de andar bajo la lluvia, sin paraguas y con la cara, el pelo y la ropa empapada: “A veces me da la sensación de que hablando contigo se arregla un poquito mi mundo”. A mí también me da la sensación, no a veces, sino siempre, de que merece la pena caminar con alguien que, en medio de la tormenta, te hace sentir importante, te hace sentir bien.

“Mabel, guapa, baja y vuelve ya”. Pues eso, que me esperan de nuevo los folios.




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