He llegado de nuevo a
casa para comprobar que no te hace falta verme para saberme ahí; que mi sola
presencia provoca en ti un viaje más rápido que el de la luz; que, cuando estás
en mi pecho, tu respiración se acelera, como tu corazón, que hoy ha latido junto
al mío, pegado al mío; que mi voz
cuando te hablo y cuando te canto se vuelve niña; que mis gestos y mi manera de
besarte, abrazarte y quererte son tan dulces e inocentes que hacen que me
olvide, durante unas horas, de lo hipócrita del ser humano; que aprieto tu cara
arrugada contra la mía y deja de existir y de importarme la alergia que, minutos después, me asfixia;
que ya te estoy echando de menos y que todo da igual si vuelvo a verme en
tus ojos, aunque tú, quizá, ya no puedas ver.
Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la
explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir.
Algo en el amor generoso y sacrificado de una bestia toca directamente el
corazón de una persona que ha tenido ocasión de probar la falsa amistad y
la vulnerable lealtad del hombre.
“El gato negro” de Edgar Allan Poe.
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