Es
curioso como una imagen que no existe
se convierte en recurrente cada vez que miro atrás y veo el tiempo que ha
pasado desde que no estás. Pestañas posadas en las mejillas, mariposas blancas
y estrellas fugaces. Un único deseo, imposible, pero no olvidado. Ya, a tus
sesenta y cinco años, el tiempo y la enfermedad habían hecho estragos en tu
piel, en tu cuerpo e incluso en tu memoria. No solo era el pelo cano y el
cuerpo lento y desorientado de quien vivió lucido y enérgico los más de sus
años, sino los ojos que evidenciaban la madurez de una vida ya hecha. Sigo
pensando como serías a tus setenta y un años, esos que hubieses cumplido ayer,
hoy o mañana. Igual, papá; serías igual. Seguirías repitiendo las mismas cosas “un
millón de veces”. Seguiría la botella de agua en tu mesilla y tu radio gris debajo
de la almohada. Tú sonrisa y el brillo de tus ojos también serían los mismos,
aunque tus arrugas más acentuadas, tu pelo más pobre y tu cuerpo más encorvado.
Pero lo mejor de todo es que contigo la fruta tendría otro sabor los domingos, los
viernes, al cruzar el arco, otro color, y estar en silencio, otro misterio. La
vida tendría otro sentido más real y valioso. No sé por qué, en estos momentos,
recuerdo uno de los regalos más simples y especiales que alguien me hizo cuando
llevábamos compartiendo juntos siete meses de nuestras vidas. Recuerdo que
decía –y enumeraba– que siete eran las maravillas del mundo, los colores del arcoíris,
los días de la semana y las artes. Después, afirmaba que yo era la octava
maravilla del mundo, el octavo color del arcoíris, el octavo día de la semana y
el octavo arte. Hoy proyecto en ti todo eso de lo que un día me hicieron merecedora a mí, porque es curioso que
al verte, cuando te pienso, mi cabeza se inunde de canciones hermosas, de
colores vivos, de poemas, de obras de arte, de años, días y meses, y de amor y buenos
deseos.
Felicidades,
papá.
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Fragmentos, de Jorge Márquez |
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El cielo casi, de Ángel Campos Pámpano |
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