Ayer, en la Biblioteca Pública de
Cáceres A. Rodríguez-Moñino/María Brey, me acordé del folleto que me trajo Ana
de Almendralejo (frase ambigua; correcta en sus dos acepciones). Este documento, titulado Artículo copiado de las “Adiciones
y refundiciones de algunos títulos y artículos del Proyecto de Reglamento para el gobierno interior del congreso, propuestas
y motivadas por el diputado D.B.J. Gallardo, Bibliotecario de las Cortes”, fue
descrito por A. Rodríguez Moñino en su obra Don
Bartolomé José Gallardo (1776-1852). Estudio bibliográfico, Madrid, 1955.
Es un folleto rarísimo del que solo existen dos ejemplares, según señala Moñino
en su obra. En estas breves pero nutridas páginas, Bartolomé José Gallardo cuenta
las desventuras y adversidades que han sufrido las bibliotecas como consecuencia
(en la mayoría de los casos) de las guerras acaecidas a lo largo de la
historia, reseña el origen y creación de la Biblioteca Nacional de Cortes —señala
que fueron Capmany, Mejía y Muñoz-Torrero quienes concibieron la idea de su
establecimiento— y
narra su labor como bibliotecario de las Cortes. Además, cuenta el nacimiento
de las Bibliotecas Provinciales y la historia de cómo muchos de los manuscritos,
incunables y documentos de valor tuvieron que ser donados a la que luego se
instituyo y fue decretada como Biblioteca Nacional de España:
Tal fue de acordar (sesión de 21 de septiembre de
1812) “que se recogiesen los libros y MSS. Procedentes de Bibliotecas, así
públicas, como de comunidades destruidas por el enemigo en los pueblos, según
fuesen quedando libres, para incorporar a la Biblioteca
de las Cortes los que se consideren dignos de este destino; acuerdo que
después recibió mayor solemnidad elevado a lei en 23 de octubre de 1820,
ordenando que los Gefes-políticos custodiasen todos los libros y efectos de Biblioteca de los conventos suprimidos, y
remitan inventarios al Gobierno, quien los pasará originales a las Cortes, para
que estas destinen a su Biblioteca lo que tengan por conducente, según el Reglamento aprobado por las (Cortes)
ordinarias para la planta fundamental de la Biblioteca de Cortes, y
establecimiento de Bibliotecas
provinciales.
Este
Reglamento, monumento clásico del
españolismo liberal e ilustrado de las
Cortes que le dictaron, fue aprobado en 8 de noviembre de 1813. En él se
acabó de entender la planta de la Biblioteca del Congreso, declarándolo Biblioteca Nacional Española. Establecimiento
sin ejemplo en nación alguna, y de que ninguna tenía más necesidad que la
Española, porque ninguna ha padecido tantas, tan atrozes y desoladoras
invasiones como ella, ni repelídolas con tan sostenido tesón y constancia:
pensión fatal de la feracidad, benigno temple y riqueza de nuestro suelo,
codiciado siempre de las naciones extrañas.
Pues
sí, de todo esto me estaba acordando ayer cuando, Teresa, en la Biblioteca
Pública de Cáceres, reseñaba de manera escrupulosa y exquisita el hallazgo de
cinco incunables. Habló también del origen de esta Biblioteca, de sus comienzos
como Biblioteca Provincial de Cáceres, y, mientras, yo volvía a Gallardo, a sus
“Adiciones y refundiciones de algunos títulos y artículos del Proyecto de Reglamento […]”, donde
recoge varios artículos que sostienen la necesidad de crear Bibliotecas Provinciales
“en cada capital de provincia, en la península y ultramar”; bibliotecas cuya
labor primitiva fuese “reunir las obras impresas y mss. de los autores
naturales de su provincia; y por punto general todas las que se hubiesen
impreso, sea cual fuere su autor, en los pueblos de su distrito”.
En esas andaba una mientras apuntaba
en su cuaderno el nombre de Julián Martín Abad para buscar su artículo sobre estos
asuntos (“¿Mutatis mutandis, una pequeña desamortización?, o sobre 34
incunables de la BP de Cáceres en la BN de España, y sobre otros acontecimientos
bibliográficos”); artículo que me ha llevado directamente al de Gerardo García
Camino, “Una biblioteca de provincia.
Pequeña historia de la Biblioteca Pública de Cáceres”, en el que narra la
constitución de la Biblioteca Pública y la
sucesión de bibliotecarios con los que ha contado esta. He descubierto,
entre otras cosas, que Enrique López Sánchez fue “uno de los mejores y más
eficaces jefes que tuvo esta biblioteca”, la crítica que hace Eustaquio Llamas de la
labor de sus antecesores, y la ardua labor de Fulgencio Riesco durante los
cuatro años que estuvo al frente de esta biblioteca; el mismo Fulgencio que no
se atrevió a determinar que algunas de las obras en las que dejó notas manuscritas,
esas que se presentaron ayer en la Biblioteca Pública A.Rodríguez-Moñino-María Brey,
eran incunables.
La Biblioteca Nacional no cuenta
solo con los incunables que tuvo que ceder la Biblioteca Nacional de Cortes de
la que fue encargado Gallardo, sino varios tesoros de otras bibliotecas provinciales;
algunos de ellos se encontraban aquí, en esta ciudad que me acoge desde hace
exactamente siete años.
Yo no estoy de acuerdo (¡vaya, qué
raro!) en que manuscritos, códices, incunables y múltiples obras de valor debieran
—y deban— estar en la Biblioteca Nacional por “las
demandas de eruditos nacionales y extranjeros que por no poder ausentarse durante
muchos días de esta Corte, desean que se les faciliten dichos manuscritos y códices,
hasta ahora inexplorados o no utilizados suficientemente”. No señor, no. Nego. Una Biblioteca es un lugar mágico
provisto de los libros que, por diversas razones, han ido a parar allí. Es eso,
entre otras cosas, lo que las hace especiales, lo que las distingue del resto.
Y en estas cosas anda siempre una mientras
el mundo corre a su alrededor (¡vaya, qué raro!).
Mientras una se detiene en esto
piensa en la suerte de que no tenga vigencia, actualmente (¡ojo!), la voz de
ese Gallardo que sentenció a principios del siglo XIX:
Mas, por una negra fatalidad que
parece tiraniza nuestros destinos, como estas instituciones son hijas de la
libertad, y las provincias han gemido luego tantos años bajo el yugo del Despotismo,
el feliz pensamiento de las Bibliotecas
provinciales, en casi ninguna (excepto, creo, Cataluña) ha podido llevarse
a efecto.
Buena cuenta de que esto no ha sido
así puede darla un establecimiento situado en la Calle Alfonso IX, 26, en
Cáceres. Bien; buenísima cuenta. Bien.