martes, 21 de noviembre de 2017

En la cuna de la imprenta

            Ayer, en la Biblioteca Pública de Cáceres A. Rodríguez-Moñino/María Brey, me acordé del folleto que me trajo Ana de Almendralejo (frase ambigua; correcta en sus dos acepciones). Este documento, titulado Artículo copiado de las “Adiciones y refundiciones de algunos títulos y artículos del Proyecto de Reglamento para el gobierno interior del congreso, propuestas y motivadas por el diputado D.B.J. Gallardo, Bibliotecario de las Cortes”, fue descrito por A. Rodríguez Moñino en su obra Don Bartolomé José Gallardo (1776-1852). Estudio bibliográfico, Madrid, 1955. Es un folleto rarísimo del que solo existen dos ejemplares, según señala Moñino en su obra. En estas breves pero nutridas páginas, Bartolomé José Gallardo cuenta las desventuras y adversidades que han sufrido las bibliotecas como consecuencia (en la mayoría de los casos) de las guerras acaecidas a lo largo de la historia, reseña el origen y creación de la Biblioteca Nacional de Cortes —señala que fueron Capmany, Mejía y Muñoz-Torrero quienes concibieron la idea de su establecimiento y narra su labor como bibliotecario de las Cortes. Además, cuenta el nacimiento de las Bibliotecas Provinciales y la historia de cómo muchos de los manuscritos, incunables y documentos de valor tuvieron que ser donados a la que luego se instituyo y fue decretada como Biblioteca Nacional de España:

            Tal fue de acordar (sesión de 21 de septiembre de 1812) “que se recogiesen los libros y MSS. Procedentes de Bibliotecas, así públicas, como de comunidades destruidas por el enemigo en los pueblos, según fuesen quedando libres, para incorporar a la Biblioteca de las Cortes los que se consideren dignos de este destino; acuerdo que después recibió mayor solemnidad elevado a lei en 23 de octubre de 1820, ordenando que los Gefes-políticos custodiasen todos los libros y efectos de Biblioteca de los conventos suprimidos, y remitan inventarios al Gobierno, quien los pasará originales a las Cortes, para que estas destinen a su Biblioteca lo que tengan por conducente, según el Reglamento aprobado por las (Cortes) ordinarias para la planta fundamental de la Biblioteca de Cortes, y establecimiento de Bibliotecas provinciales.

            Este Reglamento, monumento clásico del españolismo liberal e ilustrado de las  Cortes que le dictaron, fue aprobado en 8 de noviembre de 1813. En él se acabó de entender la planta de la Biblioteca del Congreso, declarándolo Biblioteca Nacional Española. Establecimiento sin ejemplo en nación alguna, y de que ninguna tenía más necesidad que la Española, porque ninguna ha padecido tantas, tan atrozes y desoladoras invasiones como ella, ni repelídolas con tan sostenido tesón y constancia: pensión fatal de la feracidad, benigno temple y riqueza de nuestro suelo, codiciado siempre de las naciones extrañas.

            Pues sí, de todo esto me estaba acordando ayer cuando, Teresa, en la Biblioteca Pública de Cáceres, reseñaba de manera escrupulosa y exquisita el hallazgo de cinco incunables. Habló también del origen de esta Biblioteca, de sus comienzos como Biblioteca Provincial de Cáceres, y, mientras, yo volvía a Gallardo, a sus “Adiciones y refundiciones de algunos títulos y artículos del Proyecto de Reglamento […]”, donde recoge varios artículos que sostienen la necesidad de crear Bibliotecas Provinciales “en cada capital de provincia, en la península y ultramar”; bibliotecas cuya labor primitiva fuese “reunir las obras impresas y mss. de los autores naturales de su provincia; y por punto general todas las que se hubiesen impreso, sea cual fuere su autor, en los pueblos de su distrito”.

            En esas andaba una mientras apuntaba en su cuaderno el nombre de Julián Martín Abad para buscar su artículo sobre estos asuntos (“¿Mutatis mutandis, una pequeña desamortización?, o sobre 34 incunables de la BP de Cáceres en la BN de España, y sobre otros acontecimientos bibliográficos”); artículo que me ha llevado directamente al de Gerardo García Camino, “Una biblioteca de provincia. Pequeña historia de la Biblioteca Pública de Cáceres”, en el que narra la constitución de la Biblioteca Pública y la sucesión de bibliotecarios con los que ha contado esta. He descubierto, entre otras cosas, que Enrique López Sánchez fue “uno de los mejores y más eficaces jefes que tuvo esta biblioteca”,  la crítica que hace Eustaquio Llamas de la labor de sus antecesores, y la ardua labor de Fulgencio Riesco durante los cuatro años que estuvo al frente de esta biblioteca; el mismo Fulgencio que no se atrevió a determinar que algunas de las obras en las que dejó notas manuscritas, esas que se presentaron ayer en la Biblioteca Pública A.Rodríguez-Moñino-María Brey, eran incunables.

            La Biblioteca Nacional no cuenta solo con los incunables que tuvo que ceder la Biblioteca Nacional de Cortes de la que fue encargado Gallardo, sino varios tesoros de otras bibliotecas provinciales; algunos de ellos se encontraban aquí, en esta ciudad que me acoge desde hace exactamente siete años.

            Yo no estoy de acuerdo (¡vaya, qué raro!) en que manuscritos, códices, incunables y múltiples obras de valor debieran —y deban— estar en la Biblioteca Nacional por “las demandas de eruditos nacionales y extranjeros que por no poder ausentarse durante muchos días de esta Corte, desean que se les faciliten dichos manuscritos y códices, hasta ahora inexplorados o no utilizados suficientemente”. No señor, no. Nego. Una Biblioteca es un lugar mágico provisto de los libros que, por diversas razones, han ido a parar allí. Es eso, entre otras cosas, lo que las hace especiales, lo que las distingue del resto.

            Y en estas cosas anda siempre una mientras el mundo corre a su alrededor (¡vaya, qué raro!).    
 
            Mientras una se detiene en esto piensa en la suerte de que no tenga vigencia, actualmente (¡ojo!), la voz de ese Gallardo que sentenció a principios del siglo XIX:

Mas, por una negra fatalidad que parece tiraniza nuestros destinos, como estas instituciones son hijas de la libertad, y las provincias han gemido luego tantos años bajo el yugo del Despotismo, el feliz pensamiento de las Bibliotecas provinciales, en casi ninguna (excepto, creo, Cataluña) ha podido llevarse a efecto.


            Buena cuenta de que esto no ha sido así puede darla un establecimiento situado en la Calle Alfonso IX, 26, en Cáceres. Bien; buenísima cuenta. Bien.




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