Siempre soñé con verte envejecer;
con ver cómo tú pelo mudaba al color de la nieve —ya era así cuando estabas—;
con ver cómo se iban dibujando las arrugas en tu cara. Soñé con oírte repetir las
cosas mil veces —ya era así cuando estabas, sobre todo en tus últimos años—,
como hacen todos los ancianos con esa dulzura y quietud que los caracteriza. Soñé
tantas cosas que creí enloquecer de ira, odio y dolor cuando la vida nos privó
de ellas.
Te imaginé miles de
veces, con tus setenta y tantos u ochenta años, con una copita de vino tinto,
esa que sabías que no podías beber —mamá
siempre te reñía— pero aprovechabas fechas señaladas como Navidad —qué cosas—
para tomarte la licencia de hacerlo en casa. Te imaginé millones de veces, en
tu sillón, contándome de nuevo la historia de cómo conseguiste nuestra casa,
esa que ahora está vacía porque tú no estás.
Hoy
haría y te diría lo que nunca hice, lo que nunca dije, pero ya es tarde. Te
diría que sigo siendo la misma niña miedosa que dormía contigo y con mamá casi
todas las noches; la misma niña inocente que, durante más de diez años, pidió a
todas y cada una de las estrellas fugaces que iluminaban el cielo el mismo
deseo; la que sufría cuando te veía mal y siempre tuvo un miedo atroz de
perderte antes de tiempo, aunque tú
no lo supieras.
Ahora,
cinco años después, sigo siendo y sintiendo todo esto. Sigo siendo la misma
niña a la que le haces falta; la misma que te echa de menos como el primer día.
Ahora que ya nada es posible, que mi sueño de verte envejecer en nuestra casa
murió contigo y se redujo a un mar de lágrimas llenas de rabia y resignación. Ahora
que ya no puedo hablarte ni oírte; ahora que ya no puedo verte. Ahora que tú
tampoco puedes oírme aunque grite con voz rota y desgarrada; ahora que mis
palabras no te llegan. Ahora que solo puedo verte si te escribo con letras
torpes; ahora que estas palabras sirven para decir(te) lo que nunca dije. Ahora
que recuerdo y siento el calor de tu mano cuando, sin necesidad de la palabra,
nos dijimos todo.
Ahora,
papá,
ahora…
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