Viajaba
por una carretera larga y angosta, pero esto, lejos de abrumarla, le complacía. Le complacía porque no tenía prisa y tampoco intenciones de llegar a su destino. Quizá no tenía
destino. Pasaba los postes que marcan los km deseando que, en lugar de menos,
sumasen más y más para poder estar conduciendo hasta el amanecer. Era de
noche y lo único que la mantenía despierta
eran los focos de los coches que, por el carril de al lado, iban en sentido
contrario. Intentaba dejar a un lado las analogías estúpidas en algo tan nimio y
rutinario como el correr de un automóvil por la carretera, pero siempre había
pensado que todo significaba algo y que, era por eso, por lo que iba, de nuevo,
en otra dirección. Llegó a la ciudad
y la oscuridad se cernió sobre ella, impasible, amenazante, pero tampoco
importaba; tampoco le importaba. Ni siquiera se había dado cuenta de que había realizado el viaje con la radio apagada, en silencio, con el único ruido de la conciencia retumbando en su cabeza. Recorrió varias calles hasta llegar a casa y en
ese breve trayecto no se cruzó con nadie. No vio ningún coche ni a ninguna
persona; no vio vida. “¿Habrán muerto todos?, pensó. Llegó a casa y el silencio
del rellano le pareció confirmar su sospecha. Abrió lentamente la puerta y,
cuando encendió la luz para avanzar por el pasillo, se dio cuenta de que allí
tampoco había nadie. Solo silencio. Todo silencio. “A lo mejor la que está muerta eres tú”, se dijo.
Era
de noche...
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