Gracias
a su existencia y a la insistencia de mi abuela, mis padres tomaron la decisión
de ir a buscar otra niña. Cuando
mama, empujada por ese amor ciego que caracteriza a todas las mujeres que traen
a un hijo al mundo, celebraba mi belleza, ahí estabas tú para llevarle la
contraria y decir que nací peluda, morada
y horrorosa. También para llamarme goma
rota y narrar la historia de cuando nuestros padres me encontraron detrás
del canal. Sin estas cosas no serías tú, y yo quiero que lo seas siempre. Tan hermosa
-por dentro y por fuera-, tan pesada, infantil - a veces- y sobre todo tan
noble y generosa.
Hoy,
al leer una noticia en la red, no he podido evitar acordarme de todas las veces
que, en casa de mamá, hemos hecho cachondeo. No teníamos rival inventando
historias sobre el Sergio (I want to be free, la tricotosa, el
traje de sevillana y nuestra sublime canción del bogavante) que terminaban, siempre, con las sentencias de mamá: “mira
que el cachondeo no trae nada bueno” o “dejad a vuestro hermano en paz”. A
partir de ahí he empezado a hilar toda una serie de recuerdos sobre nuestras idas y venidas. Inmediatamente, no sé
por qué, mi mente me ha trasladado a aquella calurosa tarde de
primavera-verano, cuando fuimos a proveernos de verduras a la parcela de un
viejo amigo; ese que ahora descansa junto a papá, a quien tanto te pareces y de
quien eres el vivo reflejo. A día de hoy sigues diciendo lo flojita que fui cuando, tras coger dos
pimientos y una cebolla, me senté en el surco y dejé que tú sola llenases
bolsas y bolsas. No les faltaba, ni les falta, razón a quienes afirmaban, y afirman,
que “la Elena trabaja más y mejor que un hombre”. Recuerdo también el día que resbalé
de la barra verde y el precioso- y rabioso- pato amarillo que teníamos decidió atentar
contra mi anatomía mientras Sergio y tú os reíais desde las escaleras, ese que
parecía vuestro palco particular. Y
¿qué me dices de aquellas noches de South Park cuando decidía quedarme a dormir
en tu casa para pasar más tiempo con Gerardito? También los veranos en
Torrevieja en los que yo era la responsable,
o aquel en el que nos acordamos de la frase épica de mamá -“el cachondeo no
trae nada bueno”- cuando una ola me arrastró, con furia, y te partí el brazo. Después
la niña creció un poco, pero sin
impedir esto que siguiésemos haciendo otras muchas cosas juntas, como trabajar
en las bodas (aunque nos matemos) y hacer cabrear a Lingüini cuando, estresado, se apoya en las palabras de mamá: “no
tengo ganas de cachondeo ni de risitas”; o dormir juntas cuando bajas a
desayunar y te acuestas un ratito conmigo en la cama de nuestros padres.
Todas
esas historias, y otras muchas, siguen vivas hoy en mí, como todo el amor
durante estos casi veinticinco años.
Gracias
por ese afán tuyo de protegerme por encima de todo y de todos, sobre todo en
los momentos difíciles, por enseñarme a ser mejor persona, más humana, por tu
fuerza incansable cuando se trata de ayudar a los demás; gracias por tanto siempre
que no sabría cómo agradecértelo.
Todas
las horas de todos los días son lo mismo; todos los días, a las mismas horas,
pasan las mismas cosas. Las campanas dejan caer sus campanadas; el mostranquero
echa su pregón; un buhonero se acerca a la puerta y ofrece su mercadería. Si
hemos pasado en nuestra mocedad unos días venturosos —en que lo imprevisto y lo
pintoresco nos encantaban— será inútil que queramos tornarlos a vivir. Del pasado
dichoso sólo podemos conservar el recuerdo; es decir, la fragancia del vaso.
Castilla, Azorín.
Q bonitoooooo :-)
ResponderEliminarMucho menos que tú, amigo.
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