domingo, 29 de enero de 2017

De tu vuelta a la vida

  
He oído esta historia tantas veces como otras muchas. Quizá esta con el dolor y las lágrimas de quien recuerda un suceso en su vida que desearía borrar a cualquier precio; con la rabia de quien refleja en el rostro cicatrices mucho más visibles que las físicas.

27 de enero de 1992.

Una mañana de niebla cerrada, por aquellas carreteras del diablo que dibujan el camino desde San Francisco hasta el cruce, te dirigías al trabajo cuando la fortuna quiso que ese no fuera tu cometido aquel día. Un tractor cargado de uralitas, una moto y un joven de dieciocho años, fueron los protagonistas de una trágica escena.

Fue la Anita -la taxista del pueblo- quien te encontró tirado en la carretera y te llevó, deprisa, al hospital de Badajoz.

Sonó el teléfono de casa y, a través de él, mamá recibió la horrible noticia. Estaba, además, embarazada de tres meses.

Parece retroceder en el tiempo. Ve, desde aquel lúgubre e inhóspito pasillo, a los médicos entrar en quirófano con bolsas y bolsas de sangre. Habías perdido mucha.

Nadie les decía nada. Los segundos eras meses; los minutos, años; las horas, siglos, y los días una eternidad.  

-Solo tiene dieciocho añitos- decía, desconsolada, ante el pronóstico de los médicos.

Cuatro ventanas en el corazón para que este bombeara con fuerza la sangre y no se encharcasen los pulmones. Después, una cicatriz que atraviesa el costado y llega hasta la parte posterior de la espalda, una invalidez del 33% y volver a aprender todo de nuevo: a andar, a hablar, a escribir. Aun así, nada comparable con el dolor que refleja el rostro de una madre que ha tenido que soportar el creer perdido a un hijo; nada comparable a la angustia de tener que ver un cuerpo adolescente postrado en una cama, muerto, envuelto en cables, a través de un cristal, durante casi un mes. Un cuerpo que, hacía dieciocho años, trajiste tú a la vida.

Poco antes de tu cumpleaños, en febrero, despertaste. Proceso lento pero gratificante. Papá te enseñó a andar de nuevo. Te cogía con una mano por la parte de atrás del pantalón y, con la otra, por la camiseta. Tú, seguro de que jamás te soltaría, confiabas y dabas pasos cortos y lentos, pero firmes. También fuiste recuperando la movilidad de la mano derecha.  Mamá y papá ponían un puñado de garbanzos en la mesa y los ibas arrastrando, uno a uno, con cada uno de los dedos de tu mano. Aun así, tuviste que hacerte zurdo, y aunque creo que no lo sabes y te avergüenzas, tienes la caligrafía más hermosa que he visto jamás; la de un luchador.

A los cinco meses nací yo. Hoy, no imagino mi vida si tú no estuvieses en ella. Nadie me hubiese enseñado a andar mejor que tú. De ti aprendí a dar pasos cortos y lentos, pero firmes. De ti aprendí la necesidad de formarse y aprender porque a pesar de los estúpidos tiempos que corren no hay nada mejor que saber y no dejarse engañar. De ti aprendí esas ganas de hacer de este un mundo mejor. De ti aprendí a reír, y con nadie me reiría tanto como cuando mamá insiste en que te eches una novia para que cuando ella falte tengas un hogar.

-A mi hermano nunca le faltará un plato de comida mientras yo viva -digo. Y nos reímos. Y que sea así siempre.

Hoy mamá me ha contado que tus compañeros de trabajo (celadores, enfermeros, jefes de planta) están recogiendo firmas porque un trabajador ha abandonado su puesto en el materno infantil y quieren trasladarte a ti allí, y no están de acuerdo; no están dispuestos a que te vayas. Tú ni siquiera te has manifestado, pero ya lo han hecho otros que valoran tu profesionalidad, tu buen hacer.  

Ojalá algún día pueda parecerme a alguno de vosotros.


Feliz 25 años de tu vuelta a la vida, Fay. 

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