He
oído esta historia tantas veces como otras muchas. Quizá esta con el dolor y
las lágrimas de quien recuerda un suceso en su vida que desearía borrar a
cualquier precio; con la rabia de quien refleja en el rostro cicatrices mucho
más visibles que las físicas.
27
de enero de 1992.
Una
mañana de niebla cerrada, por aquellas carreteras del diablo que dibujan el
camino desde San Francisco hasta el cruce, te dirigías al trabajo cuando la
fortuna quiso que ese no fuera tu cometido aquel día. Un tractor cargado de uralitas,
una moto y un joven de dieciocho años, fueron los protagonistas de una trágica
escena.
Fue
la Anita -la taxista del pueblo- quien
te encontró tirado en la carretera y te llevó, deprisa, al hospital de Badajoz.
Sonó
el teléfono de casa y, a través de él, mamá recibió la horrible noticia. Estaba,
además, embarazada de tres meses.
Parece
retroceder en el tiempo. Ve, desde aquel lúgubre e inhóspito pasillo, a los
médicos entrar en quirófano con bolsas y bolsas de sangre. Habías perdido
mucha.
Nadie
les decía nada. Los segundos eras meses; los minutos, años; las horas, siglos, y
los días una eternidad.
-Solo
tiene dieciocho añitos- decía, desconsolada, ante el pronóstico de los
médicos.
Cuatro
ventanas en el corazón para que este bombeara con fuerza la sangre y no se encharcasen los pulmones. Después, una
cicatriz que atraviesa el costado y llega hasta la parte posterior de la
espalda, una invalidez del 33% y volver a aprender todo de nuevo: a andar, a
hablar, a escribir. Aun así, nada comparable con el dolor que refleja el rostro
de una madre que ha tenido que soportar el creer perdido a un hijo; nada
comparable a la angustia de tener que ver un cuerpo adolescente postrado en una
cama, muerto, envuelto en cables, a través de un cristal, durante casi un mes.
Un cuerpo que, hacía dieciocho años, trajiste tú a la vida.
Poco
antes de tu cumpleaños, en febrero, despertaste. Proceso lento pero
gratificante. Papá te enseñó a andar de nuevo. Te cogía con una mano por la
parte de atrás del pantalón y, con la otra, por la camiseta. Tú, seguro de que
jamás te soltaría, confiabas y dabas pasos cortos y lentos, pero firmes. También
fuiste recuperando la movilidad de la mano derecha. Mamá y papá ponían un puñado de garbanzos en
la mesa y los ibas arrastrando, uno a uno, con cada uno de los dedos de tu
mano. Aun así, tuviste que hacerte zurdo, y aunque creo que no lo sabes y te
avergüenzas, tienes la caligrafía más hermosa que he visto jamás; la de un luchador.
A
los cinco meses nací yo. Hoy, no imagino mi vida si tú no estuvieses en ella.
Nadie me hubiese enseñado a andar mejor que tú. De ti aprendí a dar pasos
cortos y lentos, pero firmes. De ti aprendí la necesidad de formarse y aprender porque a pesar de los estúpidos
tiempos que corren no hay nada mejor que saber y no dejarse engañar. De ti
aprendí esas ganas de hacer de este un mundo mejor. De ti aprendí a reír, y con
nadie me reiría tanto como cuando mamá insiste en que te eches una novia para
que cuando ella falte tengas un hogar.
-A
mi hermano nunca le faltará un plato de comida mientras yo viva -digo. Y nos
reímos. Y que sea así siempre.
Hoy
mamá me ha contado que tus compañeros de trabajo (celadores, enfermeros, jefes
de planta) están recogiendo firmas porque un trabajador ha abandonado su puesto
en el materno infantil y quieren trasladarte a ti allí, y no están de
acuerdo; no están dispuestos a que te vayas. Tú ni siquiera te has manifestado,
pero ya lo han hecho otros que valoran tu profesionalidad, tu buen hacer.
Ojalá
algún día pueda parecerme a alguno de vosotros.
Feliz
25 años de tu vuelta a la vida, Fay.
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