domingo, 22 de enero de 2017

Perdida y perdedora

Jugabas a perderte para no encontrarte nunca por miedo. Vivir no solo es a veces un acto de coraje, también lo es descubrirte y aceptar lo que estás viendo. Te escondes pero al final nada. Como si fueses un río, fluyes con el agua que te proporciona la corriente pasada para después desembocar en un inmenso mar de incertidumbres.

Hace más de dieciséis años corrías siempre en la misma dirección hasta que, cansada, te tumbabas en la arena del parque a contemplar el cielo. Esperabas, impaciente, que este se iluminase con una estrella fugaz para poder así pedir un deseo. Siempre el mismo. Una imagen mágica: la noche, tú y la inocencia. Cuando llegaba la hora de volver a casa, el miedo se apoderaba de ti. Siempre lo mismo también. Subías la barrera hasta llegar al final de la calle, y cuando doblabas la esquina, te preparabas para correr y no parabas hasta llegar a la puerta de casa con el corazón desbocado. Temías que en cualquier momento saliese alguien de aquel pequeño lugar que tú considerabas un bosque y que se situaba enfrente de casa. Imaginabas la escena de una película de terror en la que tú eras la víctima que moría a manos de un cruel asesino mientras gritabas y nadie acudía en tu ayuda. Sonreías cuando mamá o papá abrían la puerta y descubrías que nada de eso había pasado. Sin embargo, ese miedo desaparecía cuando tenías que cruzar el lúgubre bosque en las frías noches de invierno para ir a casa de tu hermana a visitar a tu primer sobrino. Supongo que el amor ha sido siempre esa fuerza que nos impulsa a hacer cosas inimaginables. Tú, entonces, estabas dispuesta a enfrentarte a cualquier monstruo con tal de empujar aquella puerta blanca y encontrarme las “encinas” más bonitas del mundo; la sonrisa despoblada de dientes que hacían que todo mereciese la pena y tuviese sentido otra vez.

Los días soleados te gustaba perderte por el campo en busca de mariposas blancas. Dicen que si pides un deseo y cruzas los dedos, este se hace realidad. Siempre el mismo también, como el día de tu cumpleaños cuando soplabas las velas.

Eras consciente del peligro que corrías y, aun así, nunca quisiste deshacerte de este deseo; siempre tuviste la esperanza que mantiene vivo el corazón de quienes, aunque saben que todo está pedido, siguen luchando hasta el final.

Jugabas a perderte y, dieciséis años después, aún no te has encontrado.


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