martes, 29 de agosto de 2017

In the rain

A la altura del paseo chico, en Olivenza, Gerardito me dijo: “tita, creo que está lloviendo, me han caído unas gotas de agua”, a lo que le contesté: “no digas tonterías, eso será el agua que vierten los aires acondicionados”. Cuando nos montamos en el coche,  empezamos a bromear sobre el no regalo de su cumpleaños- al menos por ahora. Nos reíamos y yo era la que decía más tonterías, pese a los 7 años que nos llevamos siendo yo mayor que él.  Nos reímos; mucho además. Después, nos dirigimos al mercadona a comprar comida para Birras y a la salida nos cayó una tromba de agua impensable en un caluroso día de verano como este. Yo hacía una foto al cielo y le decía que el momento era idóneo para cantar “I´m singing in the rain”. Él se adelantó y entonó este verso rodeando una farola negra que teníamos cerca. Detrás fui yo; hice lo mismo pero recreándome unos segundos más. Oía como me llamaba, riéndose: “tita, ven ya por favor”. Cuando fui a abrir el coche nos dimos cuenta de que su puerta estaba cerrada por dentro. Esos segundos que le saqué de ventaja cantando bajo la lluvia, los había recuperado ahora, mientras me sentaba en mi asiento y le abría la puerta desde dentro. Los dos, cada uno en su puesto, nos miramos y nos reímos. Fuimos todo el camino hasta San Francisco escuchando música actual y quejándonos del dichoso ruido que hacían los limpiaparabrisas. Cuando hicimos el cruce para tomar la carretera hasta el pueblo, me acordé de mi padre. Me acordé de él porque, cuando le decíamos que era una tortuga en la carretera, nos decía que si iba despacio era porque le gustaba observar el paisaje. Ahora, yo, obligada por el tiempo, a cincuenta km/h, como él hace ya muchos años, recorría los 4 km de carretera que hay desde el cruce hasta la entrada del pueblo. Observaba los campos mojados, el cielo gris y las cunetas encharcadas. También a Gerardito peinarse con los dedos en el asiento de al lado. Hoy me he dado cuenta de que la melodía más bonita del mundo es la risa de alguien a quien quieres de verdad. Sabía que Gerardito se reiría si pasaba rápido por la calle del paseo- ahora el del pueblo- porque las ruedas del coche levantarían los charcos y regarían, aún más, las plantas que en él se encuentran. Así fue. San Francisco es un pueblo que se alaga con facilidad; cuando llueve de esta manera, como la de hoy, las calles se visten de enormes charcos de agua y las barreras simulan un caudaloso río. Cuando dejé a mi sobrino en casa me dijo: “vaya manera de ir a perder el tiempo a Olivenza, tita”. Lo miré, sonreí y no le dije: “no, no hemos perdido el tiempo; lo hemos ganado”. Después, camino de Badajoz, dejó de llover. Salió el arcoiris y pude asistir a este espectáculo maravilloso y rutinario en días lluviosos. Iba escuchando “Somos levedad” de Manolo García- cruzan nubes grises por un cielo turbio y feroz. Esta tarde espesa, acodado en este balcón. Fumo y me consumo, en frente el Arco Iris Club-. Qué casualidad. Como también lo fue acordarme en aquel preciso momento de aquel texto que me escribió Jorge cuando hicimos siete meses- en mayo de 2009-. En él hablaba de las siete maravillas del mundo, las siete artes y, entre otras cosas, los siete colores del arcoiris. Decía que yo era la octava maravilla del mundo, el octavo arte y el octavo color del arcoiris. Lo hiperbólicos que nos volvemos cuando amamos de verdad.

Ahora, no sé por qué, me acuerdo de una frase que enunciaron Jennifer Aniston y Gerard Buttler en una película que escuchaba el otro día de fondo con mi madre, Exposados:

Ella: la vida lleva implícito haber cometido errores.
Él: y la muerte arrepentirse de no haber cometido más.

Recuerdos y vivencias que se concretan gracias a la palabra. Vivencias y recuerdos. 







lunes, 28 de agosto de 2017

La lluvia

Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.


                                               “La lluvia”, Jorge Luis Borges. 


domingo, 27 de agosto de 2017

Cortázar

Ayer, 26 de agosto, el maestro argentino hubiese cumplido 103 años. Un placer rememorar fragmentos de su obra magna, Rayuela:

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.  




sábado, 26 de agosto de 2017

Un grano de alegría, un mar de olvido

En cada instante, en cada frase, en cada suspiro, en cada pequeño acontecer, lo trivial y lo misterioso van a partes iguales.

Así acaba la novela El balcón en invierno de Luis Landero que he terminado de leer esta mañana. Me resulta fascinante el hecho de que ayer, cuando terminé mi jornada laboral, viniese pensando precisamente en eso después de dejar a B. y S. en casa. A decir verdad no me sorprende, porque estoy acostumbrada a leerme en cada una de las páginas de las obras que he leído de Luis Landero.

Ayer, mi hermano Sergio me confesó algo que llevaba callando desde 2009, concretamente. Trabajamos los dos solos en cocina y, en esos espacios de tiempo en los que no hay nada que hacer- como ese al que he logrado acostumbrarme después de ocho años: el que acontece desde que los novios eligen la hora de entrada para comenzar el banquete y la hora a la que aparecen realmente; una hora u hora y media, aproximadamente, casi siempre-, hablamos de mis inicios en la hostelería. También de los de Jorge, que empezó conmigo pero teniendo cuatro años más que yo. Recordamos mi primer día de trabajo, cuando terminó la faena en el lavavajillas y Jorge y yo nos fuimos a fregar el salón del CGG. “Sergio, ¿así?, ¿lo hemos hecho bien?”, “Sí, Mabel, id a que J. os pague y ya os podéis ir”. Mentira. Ayer me confesó, con toda la complicidad y la sinceridad del mundo, que dejamos el salón hecho un desastre, inundado en agua. Cuando J. nos pagó y nos fuimos, mi hermano volvió al salón y con esas fregonas industriales a las que nunca me he hecho, esas que nunca he conseguido dominar del todo, se puso a fregar, otra vez, todo el salón. “¿Qué haces, Sergio?- le dijo J.- si el salón acaban de fregarlo tu hermana y tu cuñado ahora mismo”. Mi hermano lo invitó a que se asomase y, en efecto, J. le animo a que continuase con la tarea. Un desastre. No me dijo nada aquel día porque sabía las ganas y el esfuerzo que había detrás de aquel charco de agua. No quiso arruinar nuestro primer día de trabajo. De ese día recuerdo otras muchas cosas: las brochetas de piña y langostino que tanto odiaba- el líquido del marisco corría lentamente por las heridas que, de morderme las uñas, tenía en los dedos-, la nevera con helados que estaba cerca de la puerta que daba a la barra, mi primera impresión cuando entré en la cocina y vi las instalaciones, las patatas fritas –como las de las bolsas de chucherías- que hacía mi hermano y estaban en un recipiente, la satisfacción de recibir mi primer sueldo después del trabajo bien hecho, etc. Todo esto lo recuerdo con la misma emoción y minucia que ese día, pero lo que más he recordado con el paso del tiempo, ha sido lo que hice con aquel sueldo los días posteriores a mi primer día de trabajo: lo tuve en la mesilla de noche y no me atreví a cogerlo hasta pasados los días; no sabía en qué podía emplear ese dinero que me había costado sudores y 14 horas de trabajo.   

Ayer, cuando volvía a casa, recordaba la conversación que habíamos tenido horas antes, y observaba, como todos los fines de semana desde hacía varios años, el ir y venir de la gente. Yo, agotada y con un traje de cocina sucio y empapado, conducía pesarosamente mientras escuchada un disco con canciones de Manolo García.         A mi lado, en el otro carril, chicos guapos, bien vestidos y con una música muy distinta a la mía, corrían por la carretera con ese afán del joven que sale de fiesta con la pretensión de comerse el mundo. Todavía había bares abiertos; yo vi tres, concretamente. Una joven hermosa y esbelta con cuñas marrones, pantalón vaquero corto y una blusa blanca que dejaba al descubierto toda su espalda, subía la avenida C.C., mientras yo pensaba en si encontraría o no aparcamiento teniendo en cuenta las horas que eran.  Así todos los fines de semana- más concretamente los sábados y algún que otro viernes, como ayer- desde hacía ocho años. Porque de eso es, entre otras cosas, de lo que tratan estas páginas, de cómo fui encontrando un sentido a mi vida en el oscuro y errático devenir de los años.

Ayer, también, llevé El balcón en invierno al trabajo por si en uno de esos tediosos ratos de no hacer nada podía sumergirme en sus páginas. No. El libro se quedó donde lo coloqué a eso de las 19:30 de la tarde, en el asiento del copiloto, pero lo cierto es que retomé su lectura cuando llegué de trabajar hasta que el sueño logró vencerme. Hice un enorme esfuerzo para no dormirme y, por una vez en mucho tiempo, caí rendida. Eso solo lo consigue él, Luis Landero, que me aporta esa paz que necesito en momentos de tormenta.

Esta mañana, a eso de las 10:30, he desayunado, apresuradamente, avena y un café, he puesto la lavadora con el uniforme para volver a usarlo hoy, y, como si se fuese a acabar el mundo hoy mismo, me he puesto a leer la novela con la pretensión de terminarla antes de las dos. Mientras tomaba algo para recobrar fuerzas, pensaba: “¿y si el mundo se para ahora y no he podido terminar de leer esta obra? Espabila, Mabel, espabila.”

Todo aquello que sentí ayer se concreta en la lectura mañanera de las páginas que conforman El balcón en invierno de Luis Landero. A veces pienso que leyéndolo o estando con él a través de las letras, estoy más desnuda que lo que he podido estarlo nunca con cualquiera otra persona; desnuda con ropa pero indefensa, con todas mis miserias expuestas como en un catálogo, con mis miedos, inquietudes, afanes y sueños; con la culpa, el arrepentimiento y la duda; con el resultado de todo lo vivido. Siempre que lo leo me sorprendo con lágrimas en los ojos y una fuerza que me empuja a recordar toda mi vida y a reconciliarme con mi pasado.  Así, de mis lecturas de Landero, guardo no solo fragmentos fotografiados y grandes enseñanzas- más de la vida, que de lo literario, y ya es decir- si no notas, páginas señaladas y sobre todo la emoción de que lo que dice está, siempre, íntimamente ligado con algo que me ha acontecido en mi pasado:

De repente yo me había convertido en el padre y él era el hijo, el desvalido y desamparado, la víctima que mendiga un poco de piedad a quien tiene poder para otorgarla. Fue una mirada larga, de una intensidad reveladora: en un instante nos dijimos más cosas que en toda nuestra vida. Pero ya era tarde para todo.

Puedo verme ahora, con tan solo 20 años, caminando por aquel pasillo lóbrego y odioso para mí. Papis, bata y mascarilla. Tú, en tu vox, eras el único despierto a esas horas. Tus ojos, quietos y serenos, brillaban en la inmensidad de la noche. Me acerqué a ti y te cogí la mano como quien se aferra a algo de lo que no quiere desprenderse nunca. Todo eso antes de partir para Cc en la madrugada de aquel frío día de diciembre. Yo hablaba y tú, quizá, me escuchabas. Quién sabe. Aquella noche nos dijimos que nos necesitábamos, pero no nos hicieron falta palabras, solo un gesto. Dos manos: una aferrada a la vida y la otra a la esperanza.

13:24. “He terminado la novela media hora antes de lo previsto”, pensé. Me vestí y me lancé a las calles. “Ojalá llueva; huele a tierra mojada y el cielo, a pesar del bochorno, está gris y nublado”. Cogí el coche y, rápidamente, me dirigí a Universitas. Absolución. En el primer semáforo en rojo con el que me topé después de comprar el libro, leí la primera página de esta novela publicada en 2012, año del curso académico- 2012/2013- en el que fallece mi padre y conozco la existencia de este escritor que habría de marcar mi vida para siempre.

Hoy, durante mi larga jornada de trabajo con J., E., y S., desearé que sea mañana para conocer las hazañas, venturas y desventuras de Lino. Y la verdad es que esta entrada daba para mucho más, pues tengo recogidas varias notas pero, todo eso, lo guardo para mí y para él, aunque él no lo sepa.

Absolución, Luis Landero (Tusquets, 2012).



viernes, 25 de agosto de 2017

Viriato en el Festival de Teatro Clásico de Mérida

Ayer fuimos a ver “Viriato” al Teatro Romano de Mérida, pero antes tomamos algo en la plazoleta Pizarro, en Castro Bar Carcacha. El trato inmejorable; el camarero que nos atendió no solo se mostró dispuesto a recomendarnos algunos de los mejores platos de la casa, sino que fue atento, educado y, sobre todo, muy amable. Muy bien. Mientras cenábamos, un niño rubio, con camiseta naranja de la marca deportiva Kelme, pantalón corto negro y chanclas blancas, corría toda la placita con una bicicleta roja que no tenía pedales. No podía dejar de mirarlo; todavía no sé qué me ocurrió, pero desde que llegamos hasta que nos fuimos estuve observando al pequeño. Pataleaba fuerte para que la bici corriera rápido, pero, cuando iba barrera abajo, levantaba siempre un pie y hacía fuerza con el otro. Siempre el mismo pie en el suelo y el mismo en el aire. Para mí era como un pequeño espectáculo. Todavía hoy puede ver su cara de felicidad y sus mejillas coloradas del esfuerzo.

La obra de teatro fue espléndida. Una representación magistral de los actores y una inmejorable puesta en escena del coro. Los personajes de Viriato y Cepión estaban perfectamente caracterizados, así como el de Minuros, Audax y la esposa del caudillo lusitano, entre otros. A medida que avanzaba la obra, iba contándole a Jorge algunos pasajes que evocaba sobre el personaje de Bariato- así aparece designado en la tragedia de Cervantes- en La Numancia. A medida que avanzaba la obra, también, establecía analogías, perfectamente razonables, con la situación social actual. Estoy segura de que esta obra no solo está pensada para contar las hazañas de Viriato, sino para concienciar al público, invitándolo a reflexionar sobre la paz y la guerra, sobre la codicia y el poder, sobre la verdadera realidad que asola al mundo: la intolerancia ante otras culturas y religiones como base de cualquier conflicto. No sé, me sorprendió escuchar ayer desde la fila 11 (33) decir a los personajes de la obra cosas como terroristas”, “en nombre de qué Dios se justifica este sufrimiento”, “tú me hiciste creer que podíamos crear una familia, que podíamos tener una vida llena de paz, y solo fue un sueño”. También otras como que el valor de la moneda corrompe al individuo y hace que este traicione hasta a su propia patria, como hicieron Audax y Minuros quienes, convencidos por Cepión, asesinaron a su general. Minuros, mientras clavaba la espada al que era su compañero y amigo, decía: “hasta las montañas, amigo; a galope hasta las montañas”. Esta frase, no sé por qué, me recuerda a aquel episodio de La Numancia en la que Servio y Bariato debaten sobre dónde esconderse antes de caer presos en poder de los romanos.

También me recuerda todo esto a un fragmento que leí una vez sobre la biografía novelada que María Teresa de León- una de las olvidadas del 27- hace de Cervantes: Cervantes, el soldado que nos enseñó a hablar:

¡Oh, libertad humana! ¿Dónde duermes? ¿Te conoce alguien?”

Yo hoy contestaría: “En el abismo. Nadie”.

 Jorge dice que va a leer La Numancia. Bien. A lo mejor yo vuelvo a sus páginas una vez más; tres o cuatro veces no han sido suficientes para apreciar el arte de decir de Cervantes en esta Tragedia, pues a pesar de que su labor como dramaturgo pasó desapercibida en la esfera teatral del Renacimiento, el Barroco y los siglos posteriores, debido al imperioso éxito de Lope de Vega con su Comedia Nueva, es necesario e importante conocer el esquema compositivo de la obra y los preceptos a los que está sujeta esta. Otra vez me sale la vena filológica. En fin, la literatura y yo nuevamente. 


jueves, 24 de agosto de 2017

La magia de Luis Landero

Y luego, un día, no sé de qué manera, dejé de creer en Dios y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer. En aquel tiempo, yo solo tenía un libro en propiedad. Ese libro era Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Quizá lo oí citar en el programa de la radio, o a algún profesor o a algún amigo, pero el caso es que un día entré por primera vez en mi vida en una librería y me lo compré. Ya al abrirlo, al olerlo, al leer un verso aquí  otro allá, al ver que el tomo tenía setecientas páginas, primero me sentí como un ladrón, y tuve miedo de que alguien viniese a reclamármelo o a arrebatarme aquel botín, y luego me sentí admirado, incrédulo ante el prodigio de que aquel libro fuese mío y solo mío. Aquello era un auténtico tesoro, y yo la persona más afortunada del mundo.

Durante mucho tiempo yo fui feliz con aquel libro, feliz acaso como nunca en la vida. Fue un verdadero idilio, el más hermoso que uno se pueda imaginar. Aquel libro era mi amada y yo su amado, el libro y yo, los dos juntos, inseparables, viviendo no importa cómo ni dónde, y condenados a ser dichosos para siempre. Porque a mí me parecía que con aquel libro era bastante para toda la vida, y no hacían falta ya más libros, como tampoco los enamorados de verdad necesitan de ningún otro amor. Toda la literatura, toda la sabiduría, toda la belleza del mundo, estaban contenidas en aquellas setecientas páginas.

Y un día escribí mi primer poema, temeroso quizá de estar profanando algo, de haber ido demasiado lejos, de estar comiendo de la fruta prohibida, tímido al principio, y luego ya más atrevido según las palabras acudían solícitas al reclamo de algo oscuro que
yo quería decir y que no sabía lo que era hasta que ellas, las palabras, venían a revelármelo. Era como un milagro, como los raptos místicos o las apariciones celestiales, y bastaba concentrarse en algo —es decir, en la Amada siempre inalcanzable, porque ese era mi gran tema, la Amada, que además no existía en la realidad, ni necesitaba existir— para que al rato un vocablo saliera a mi encuentro y surgiese como por arte de magia el primer verso, y luego otro, y otro, y así se iba haciendo real, y palpitaba como con vida propia, lo que sin el soplo creador del artífice no hubiese existido jamás. Ese era el rito, ese era el milagro de la portentosa fecundidad entre las palabras y las cosas. Ah, las palabras. A veces ocurría que me enamoraba perdidamente de una palabra hasta entonces desconocida y durante varios o muchos días vivíamos un amor turbulento, excluyente, febril, y yo escribía poemas donde esa palabra era la protagonista, la estrella invitada, y las demás hacían de teloneras. Palabras como errabundo, cénit, heliotropo, añoranza, inefable, éxtasis, madreselva, doliente, iridiscente, plenitud, taciturno… Y así llegó el día en que me sentí poeta de verdad,
hermano menor de Bécquer, solitario y triste como él, elegido por un destino fatal como él, frágil pero también indestructible como él.

La poesía me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo. Aquello era casi como ser abogado, y me hubiera gustado contárselo a mi padre, para que por una vez se sintiera orgulloso de mí. Ya no me preguntaba si pertenecía a la ciudad o al pueblo, o si yo era obrero o estudiante, o si mis verdaderos amigos eran los finos o los bastos, porque ahora mi sitio estaba en otra parte: un pequeño reino que ya no era del todo de este mundo, y en el que yo vivía a salvo de contradicciones y amenazas. A salvo por ejemplo de los amigos que por su posición social, por sus artes mundanas, por su labia, por sus músculos, por la elegancia en el vestir, ejercían su poder sobre mí, relegado siempre a los últimos puestos de la tribu, y en la que ahora mi papel de poeta me concedía un rango aparte en la escala jerárquica, supongo que el de hechicero o cosa así.

A salvo también, o al menos no del todo indefenso, del desdén de las muchachas de las que me enamoraba sin remedio y por las que sufría hasta la postración, porque ahora tenía el orgullo y el secreto poder de los versos, y por supuesto de la Amada, cómo no, al lado de la cual todas las otras, por hermosas que fuesen, eran solo una sombra, un simulacro, un puñado de calderilla y poco más. Y lo que son las cosas, parecía una invención inofensiva e inocente, una tontuna de muchacho, y sin embargo aquella Amada de ficción resultó ser la verdadera, la perdurable, el único amor auténtico que he llegado a conocer en la vida.


                                                         El balcón en invierno, Luis Landero.

No encontré flores para mi padre (II)

 Otra vez rojos y blancos, como siempre. Pensé, aunque no me gustan- a decir verdad no me gustan de ninguna de las maneras; a ti tampoco te gustaban-, ponértelas artificiales porque con el calor de estos días iban a durar menos de lo habitual, pero G. me dijo que, de plástico, solo los tenía rojos. “Haz entonces un centro natural, pero con claveles rojos y blancos” dije. “A primera hora de la tarde te lo tengo listo; a las 18:00”-dijo. “Es absurdo- pensé después-; podía haber hecho un centro con claveles rojos y otras flores”. No es absurdo, no; no lo es.

Antes de ir a la floristería pasé por el cementerio y cogí el recipiente para hacer el centro. Entré, como siempre, por la puerta de abajo, esa que me lleva directa a ti. Mientras llegaba a tu tumba miraba otras; leí en algunas los apellidos Vidigal, Gamero y Figueredo. “Qué casualidad” pensé.  La misma casualidad que descubrí cuando ya estaba frente a ti y leí: José Dordio Vidigal. 24/12/2012.  24, como hoy, pero hoy no es nochebuena. Después de limpiar la lápida y quitar las flores secas del centro, me dirigía al coche cuando, casi en la puerta, vi otra tumba que llamó mi atención: “J.A.V. Dor…” “Imposible”, pensé. Me acerqué, aparté las rosas blancas de plástico que cubrían el segundo apellido y leí lo que intuía que iba a leer: Dordio; J.A.V. Dordio.   

Volveré a las 18:00 para colocar el centro de claveles rojos y blancos. Volveré a leer los apellidos Vidigal, Gamero y Figueredo. Volveré a ver la tumba de J.A.V. Dordio. Y cuando haya hecho todo esto, volveré también, como siempre, a depositar un clavel rojo en el monumento en honor a los caídos en la Guerra Civil española. Después me iré, pero no tardaré en volver; no tardaré en volver portando en mis manos un recipiente con flores rojas y blancas para ti, siempre para ti, como llevo haciendo estos casi cinco años ya, papá. 

miércoles, 23 de agosto de 2017

Unas palabras y una sonrisa

Vestía camisa a rayas verdes y blancas, pantalón vaquero, tenía el pelo cano, unas gafas con cristales amarillos y una sonrisa jovial y sincera que, sin lugar a dudas, le restaba años. Parecía tener 40 y tenía lo menos 60 y tantos, cerca de los 70, como tendría mi padre ahora. Eran las 19:35 y yo bebía un café en el bar de siempre, en aquel con fachada roja y adornos de hierro en negro.  Se paró, me miró y me dijo una palabra que no he escuchado en mi vida, de ahí que ahora no logre recordarla.  Le contesté: "¿qué? Disculpa, no le he oído",  y me dijo: "que es una maravilla ver a una joven leyendo. Ya nadie lee; me ha llamado mucho la atención. ¿Qué estás leyendo?", volteé el libro, le enseñé la portada y contesté: "Una obra de Luis Landero, autor de Alburquerque". 
"Sí, lo conozco -dijo- ¿Tú eres de allí?- le dije que no, que era de un pueblo cercano a Olivenza- yo soy de Villanueva del Fresno. Ahora estoy con una obra de Gabriel García Márquez. Las he leído casi todas. Este hombre es mejor que Cervantes, es estupendo. También me gusta Cela". Le comenté que yo, hacía unos meses, había vuelto a leer "La familia de Pascual Duarte" y me dijo: "Uh, esa es tremenda, ¿eh? Cuando mata a su perro y ...". Dejé de escucharlo por un momento porque la literatura pasó a un segundo plano y lo que sus ojos decían y contaban atrajo toda mi atención; estaba entusiasmado y consiguió contagiarme; me contagió de vida. “Bueno, maja, adiós, sigue leyendo”. Se fue y no escuchó mis últimas palabras: “lo haré, seguiré leyendo; ahora y siempre”.
Me arrepiento de no haberlo invitado a sentarse conmigo a conversar sobre literatura o sobre la misma vida. Espero volver a verlo y tener la ocasión de decirle que aquel 23 de agosto cambió mi día con solo un gesto; unas palabras y una sonrisa.
Entré en el bar, pagué el café- un euro- y cuando salí el cielo me parecía más azul y la vida más hermosa.
Unas palabras y una sonrisa. Maravilloso. Gracias.


E.M.C/ E.A.P


Tengo varios apuntes inéditos, ideas en notas y cuadernos que la escritura no culmina, esbozos de sentimientos y más.

Esta que reproduzco a continuación es, concretamente, del 9 de mayo.

“De Emile M. Cioran había leído Silogismos de amargura, un libro del que guardo algunas citas y múltiples enseñanzas. Hoy he empezado En las cimas de la desesperación. Un fragmento del prefacio de esta obra me recuerda a otro de una de las Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe. Quizá  sea (o más bien es) absurdo, pero así me ha parecido. E. Cioran confiesa que esta obra es fruto de esas noches infernales en las que las horas ininterrumpidas de vigilia lo enfrentan a su propios demonios, a sus pensamientos.

Sigo pensando que es muy fácil apoyarse en las palabras de otros para decir lo que tú piensas, crees o sientes. De este modo, podríamos decir que todo está dicho ya.”  

Junto a esto, copié dos versos de un poema de William Wordsworth: “La poesía es el aliento/ y el espíritu más delicado de todo saber”. Creo recordar que descubrí a este poeta inglés en la lectura de algunas de las reflexiones de Cioran. No sé.

Hoy, tres meses después, localizo aquel fragmento de Edgar Allan Poe al que aludía el 9 de mayo. Este pertenece al relato “Eleonora”, y dice lo siguiente:

Provengo de una raza distinguida por su fuerza de la imaginación y la viveza de las pasiones. Los hombres me han llamado desequilibrado; pero aún no se ha aclarado el tema de si la demencia es o no la forma más sublime de la inteligencia, si mucho de lo célebre, si todo lo insondable, no surge de una enfermedad de la mente, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Los que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan únicamente de noche. En sus sombrías visiones obtienen indicios de eternidad y tiemblan, al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto. Se adentran, aunque sin timón ni brújula, en el inmenso océano de la “luz inefable”, y de nuevo, como los aventureros del geógrafo nubio, “agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi".

Ahora busco el prefacio de En las cimas de la desesperación y E. Ciorán dice lo siguiente:

[…]

El fenómeno capital, el desastre por excelencia es la vigilia ininterrumpida, esa nada sin tregua. Durante horas y horas, en aquella época, me paseaba de noche por las calles desiertas o, a veces, por las que frecuentaban las solitarias profesionales, compañeras ideales en los instantes de supremo desánimo. El insomnio es una lucidez vertiginosa que convertiría el paraíso en un lugar de tortura. Todo es preferible a ese despertar permanente, a esa ausencia criminal del olvido. Fue durante esas noches infernales cuando comprendí la inanidad de la filosofía. Las horas de vigilia son, en el fondo, un interminable rechazo del pensamiento por el pensamiento, son la conciencia exasperada por ella misma, una declaración de guerra, un ultimátum que se da el espíritu a sí mismo. Caminar impide rumiar interrogaciones sin respuesta, mientras que en la cama se cavila sobre lo insoluble hasta el vértigo.

En semejante estado de espíritu concebí este libro, el cual fue para mí una especie de liberación, de explosión saludable. De no haberlo escrito, hubiera, sin duda, puesto un término a mis noches.

Sí, algo tienen que ver estos dos, digo yo.

También encuentro “Oda a la inmortalidad”, un poema de W. Wordsworth que recogí entonces en otro documento.

Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la yerba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo…

En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.

Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Insomnio

El pensamiento suena como una grifería
cuando se acerca a un punto
en que duele seguir.

Si la presión es mucha,
si toca los recuerdos que se pasan,
si combate en un codo de la infelicidad.

                                                   Correspondencias, Luis Muñoz.  



Ilustración Sara Herranz.

martes, 15 de agosto de 2017

Confusión


Ahora siento deseos informes,
-o grises- de gritar, o de callar, no sé, de algo
que me obliga desde inciertas raíces,
algo que desconozco.   No sé,
o de morirme lenta, muy tibiamente,
o de abrazar, no sé, un cuerpo, un humo.


                                                Habitación 328 y otros poemas, Miguel Florián.



O de abrazar, no sé, un cuerpo, un humo. 



Diario de una viajera (II)

Entré por una entrada distinta; el día anterior había accedido al interior del cementerio por la puerta en la que está, justo al lado, el puesto de información. Me dirigí a aquel lugar para coger un mapa y localizar los nichos que estaba buscando.
"Div. 13: Emile Cioran (21)". Este fue el primero que intenté buscar. Sin éxito. Más de una hora y nada. 
-“Bueno, Mabel, vamos a intentarlo con el de César Vallejo, que está por aquí cerca”- me dije-. "Div. 12: César Vallejo (96)"'. Tampoco. Pensaba que iba a rendirme hasta que me di cuenta de que me encontraba en la sección 17. Me había equivocado. Tampoco fue muy grande la sorpresa; estoy acostumbrada a estas cosas que mucho tienen que ver con mi carácter y forma de ser. -Nada- pensé-. Llevo más de 30 minutos en la sección correcta y sigo sin encontrarlo- todo esto acompañado de un mar de lágrimas en cada ojo-. 
Cuando decidí salir de ese "apartado" para dirigirme al lugar donde el mapa ubica que está Julio Cortázar, me topé con una familia de peruanos sentados en una de las tumbas del camposanto. Mi simpatía natural se disparó y solté un: "Holaaaaaaaaa"- muy Extremeño, alargando la última vocal-  a lo que contestaron, los cuatro, amablemente. 
Avancé unos pasos y escuché al que seguro era el padre de familia decir: "¿Cuál es la obra célebre de César Vallejo?" Contesté, absorta y estúpida, en bajo: "Los heraldos negros", hasta que caí en la cuenta de que la tumba en la que estos reposaban era la del autor peruano.
-Perdona, ¿has dicho César Vallejo?- dije
-Sí, acá está su tumba- me contestó una señora con una preciosa sonrisa. 
Agradecí enormemente la simpatía de esta familia de cuatro y converse unos minutos con ellos. "Gracias, de verdad. Gracias" fue lo último que les dije.
Saltando como una imbécil me dirigí a "Div. 3: Julio Cortázar (23)". 
-Joder, qué torpe soy- pensé cuando llevaba, de nuevo, un rato buscando algo que parecía que no iba a encontrar nunca.
A mis espaldas, alguien me llamó la atención. Vi cómo se fijaba en el mapa que llevaba en mis manos y, sin decir nada, se lo ofrecí. Me dijo, en inglés, que estaba buscando el nicho de Cortázar. 
-Ay, yo también- contesté intuyendo que hablaba español. 
El muchacho gritó, con una fusividad propia de un enamorado- de la vida y del amor-, a su mujer:
-Vida, ella también está buscando a Cortázar.
Germán y yo miramos el mapa y decidimos buscar juntos. Nos dividimos "las calles" y, en la distancia, hablábamos. Su esposa- Gabriela- y él eran argentinos. 
-"Yo de España; de Extremadura", dije. 
No sé si de verdad conocían mi tierra o mintieron diciéndome que era así. 
Me preguntó por qué buscaba a Cortázar y si conocía su obra. Le contesté que era estudiante de Filología Hispánica -mi alma sigue anclada a la carrera- y que sí, que conocía su obra. 
Seguimos andando hasta que Germán localizó al autor Argentino y gritó a Gabriela:
-Gabi, mi amor, estamos aquí. 
Me despedí de ellos con la alegría de haber pasado un escaso espacio de tiempo con ellos y con la tristeza de saber que no los iba a volver a ver nunca más. Lo mismo me ocurrió con los cuatro peruanos. 
Tras esto, me dirigí otra vez a buscar a Cioran pero cesé la búsqueda porque seguía sin encontrarlo. 
Antes de irme decidí ir a "Div. 6: Baudelaire (5)". Jorge la había localizado el día anterior y, por ello, me costó tan poco llegar hasta ella. Aun así miré el mapa. Descubrí que cerca de la tumba había una pequeña fuentecita de agua. Bebí y me fui. Me fui como aquellas gotas de agua por mi garganta; de manera fugaz, pero sabiendo que algún día volvería. 
Después escribía estas líneas en "La Fontaine Saint Michel". El chico de enfrente leía  y se tomaba una cerveza. Yo escribía, en mi cuaderno, y también me bebía una cerveza. Una Heinken. Mi favorita. 







lunes, 14 de agosto de 2017

Diario de una viajera (I)

 Pusimos el despertador- en su defecto, la alarma del móvil- a las 06:30 de la mañana para salir temprano. Todos los días hacíamos el mismo recorrido: cinco o diez minutos andando hasta La Cartonnerie, cogemos un bus que nos lleva a Gare Thiers y, desde ahí, un tren hasta Gare de Lyon, en París.  Una hora aproximadamente. Ese día tuvimos que hacer “dos trasbordos” para llegar a Versalles, pero a las 10 de la mañana estábamos ya allí. Bebimos un café en la estación y decidimos ir andando hasta el palacio de Luis XIV. Veíamos cómo toda la gente cogía el autobuses pero yo dije: “¿Mejor vamos dando un paseo, no?”  El paseo fue placentero. Disfrutar de unos pasos en una ciudad ajena y desconocida es más que una maravilla, es un continuo aprendizaje a nivel cultural y, por supuesto, personal. En una calle vimos una librería de antigüedades, miré a Jorge y le dije: “Bueno, venga, mejor nos pasamos después que si no vamos a llegar muy tarde; acuérdate de la calle en la que está”.  Llegamos a Versalles y no solo nos impresionó la estructura y aspecto de aquel palacio de ensueños, sino la cola que había para acceder al interior. Nosotros no esperamos mucho, sinceramente; ventajas de ser una caradura.  El lugar por dentro es tan sugestivo como sus grandiosos y emblemáticos jardines, donde me dormí una siesta apacible mientras Jorge velaba mi sueño y observaba la inmensidad de aquel paraje. Después, volvimos a la estación, caminando otra vez, con la intención de toparnos con la librería que dejé pendiente al principio de la mañana. Para volver, elegimos un trayecto distinto al que hicimos cuando llegamos a Versalles y, al principio, creí que no encontraríamos aquella librería. “Pues hasta que no la encontremos no me voy de aquí” dije, con semblante triste y serio. Gracias a la buena orientación de Jorge la encontramos. Una maravillosa librería llena de libros antiguos, periódicos, discos y otras antigüedades. Volvimos, y después de una encantadora tarde en París, regresamos a DLL.

El  domingo salimos con la intención de hacer la misma ruta hasta llegar a la ciudad del amor- absurdo tópico-.  Tras más de 10 minutos esperando al autobús, Jorge se acordó de que Zakarías le había comentado que los domingos no circulaban estos. Volvimos a casa con la intención de contactar con un uber que quisiera llevarnos a la estación. Ninguno; no era rentable, pero sí lo era acercarnos a París por el módico precio de 60 euros. Ante este imprevisto, Zakarías decidió enseñarnos un palacio que estaba a tan solo 15 minutos en coche. Jorge conducía y él, de copiloto, cantaba agarrando la muleta como si fuese un micrófono. Yo, atrás, con la ventana bajada, observaba aquellos campos verdes que me trasladaron a Galicia. A Jorge también. “Hace un año estábamos haciendo las maletas para irnos al norte de España- pensé- ¡cómo pasa el tiempo!”. Y pasa, y no se detiene por nada ni por nadie. Llegamos a Vaux-Le Vicomte y accedimos al interior por la entrada dispuesta para minusválidos. Cogimos unas audioguías e iniciamos la visita.  Me sorprendió escuchar, entre otras cosas, lo siguiente:

                        El día de la inauguración de Vaux, el 17 de agosto de 1661, el joven Luis   XIV     quedó deslumbrado y probablemente se le reveló como una obra de arte    perfecta en todas         sus partes y lograda bajo la dirección de un solo hombre. Fue        en Vaux donde concibió el     proyecto de Versalles, que confío al equipo de         Fouquet.
                        En Vaux se encuentran todos los detalles que darían la fama a la     arquitectura y a los jardines franceses.

Una casualidad emocionante y sorprendente. Dos días antes habíamos visitado Versalles sin tener idea de esto.

Y ahora, no sé por qué, se me viene a la cabeza un poema de Luis Muñoz que leí el otro día; Un paisaje de gentes:

Estar así fundido en el paisaje.
Ser parte de él.
Una hebra prendida,
una gota de un curso,
un pequeño motor
del movimiento.

No ser tan sólo uno,
ser uno entre los otros,
es esa irrigación
que das y dan los otros.














Sí, ciudadana de un lugar llamado mundo.