Ayer
fuimos a ver “Viriato” al Teatro Romano de Mérida, pero antes tomamos algo en
la plazoleta Pizarro, en Castro Bar Carcacha. El trato inmejorable; el camarero
que nos atendió no solo se mostró dispuesto a recomendarnos algunos de los
mejores platos de la casa, sino que
fue atento, educado y, sobre todo, muy amable. Muy bien. Mientras cenábamos, un
niño rubio, con camiseta naranja de la marca deportiva Kelme, pantalón corto
negro y chanclas blancas, corría toda la placita con una bicicleta roja que no
tenía pedales. No podía dejar de mirarlo; todavía no sé qué me ocurrió, pero
desde que llegamos hasta que nos fuimos estuve observando al pequeño. Pataleaba
fuerte para que la bici corriera rápido, pero, cuando iba barrera abajo, levantaba
siempre un pie y hacía fuerza con el otro. Siempre el mismo pie en el suelo y
el mismo en el aire. Para mí era como un pequeño espectáculo. Todavía hoy puede
ver su cara de felicidad y sus mejillas coloradas del esfuerzo.
La
obra de teatro fue espléndida. Una representación magistral de los actores y
una inmejorable puesta en escena del coro. Los personajes de Viriato y Cepión estaban
perfectamente caracterizados, así como el de Minuros, Audax y la esposa del
caudillo lusitano, entre otros. A medida que avanzaba la obra, iba contándole a
Jorge algunos pasajes que evocaba sobre el personaje de Bariato- así aparece designado en la tragedia de Cervantes- en La Numancia. A medida que avanzaba la
obra, también, establecía analogías, perfectamente razonables, con la situación
social actual. Estoy segura de que esta obra no solo está pensada para contar
las hazañas de Viriato, sino para concienciar al público, invitándolo a
reflexionar sobre la paz y la guerra, sobre la codicia y el poder, sobre la
verdadera realidad que asola al mundo: la intolerancia ante otras culturas y
religiones como base de cualquier conflicto.
No sé, me sorprendió escuchar ayer desde la fila 11 (33) decir a los
personajes de la obra cosas como “terroristas”,
“en nombre de qué Dios se justifica este sufrimiento”, “tú me hiciste creer que
podíamos crear una familia, que podíamos tener una vida llena de paz, y solo
fue un sueño”. También otras como que el valor de la moneda corrompe al
individuo y hace que este traicione hasta a su propia patria, como hicieron
Audax y Minuros quienes, convencidos por Cepión, asesinaron a su general.
Minuros, mientras clavaba la espada al que era su compañero y amigo, decía: “hasta
las montañas, amigo; a galope hasta las montañas”. Esta frase, no sé por qué,
me recuerda a aquel episodio de La
Numancia en la que Servio y Bariato debaten sobre dónde esconderse antes de
caer presos en poder de los romanos.
También
me recuerda todo esto a un fragmento que leí una vez sobre la biografía novelada que María Teresa de León- una
de las olvidadas del 27- hace de Cervantes: Cervantes,
el soldado que nos enseñó a hablar:
“¡Oh, libertad
humana! ¿Dónde duermes? ¿Te conoce
alguien?”
Yo
hoy contestaría: “En el abismo. Nadie”.
Jorge dice que va a leer La Numancia. Bien. A lo mejor yo vuelvo
a sus páginas una vez más; tres o cuatro veces no han sido suficientes para
apreciar el arte de decir de Cervantes en esta Tragedia, pues a pesar de que su
labor como dramaturgo pasó desapercibida en la esfera teatral del
Renacimiento, el Barroco y los siglos posteriores, debido al imperioso éxito de
Lope de Vega con su Comedia Nueva, es necesario e importante conocer el esquema compositivo de la obra y los preceptos a los que está sujeta esta. Otra vez me sale la vena
filológica. En fin, la literatura y yo nuevamente.
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