viernes, 4 de agosto de 2017

A veces

A veces miramos hacia atrás para tomar el impulso que tanto necesitamos, pero esto, en lugar de proyectarnos hacia adelante, nos frena; hace que nos estanquemos y  que no sepamos cómo reanudar la marcha. A veces, en cambio, somos nosotros los que debemos obligarnos a detener la marcha para sentarnos a hablar; a hablar con nosotros mismos. A analizar, “rubro por rubro·”, no solo el pasado, sino el ahora.  El ayer, el hoy y el mañana. A preguntarnos y respondernos, a preguntarnos sin respondernos y a respondernos sin preguntarnos. A veces es necesario. A veces necesitamos volver a descubrirnos y aceptarnos; a veces necesitamos, también, reinventarnos. A veces.

Enclave
Como quien nada espera,
sentado frente al muro que levanta
dos árboles meciéndose
mirando en la distancia
la sombra desvaída de la ausencia,
la torpe maquinaria de las horas.
Como quien ve pasar delante —sin moverse—
la película gris de los recuerdos
y en nada ya repara o desespera,
sin que se note apenas, olvidándose.
Así, desde la noche, en el origen,
en el turbio presente casi exacto
de una vida pasada inútilmente,
ese ser que yo he sido —sin conciencia
siquiera de saberlo—, la figura
que ahora me contempla —la inocente
apariencia de su rostro—, parece interrogar
ante el espejo
una razón que valga la respuesta
de estar —frente a este tiempo—
aquí esperando.
                                              
                                   Álvaro Valverde


Contra Jaime Gil de Biedma

De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación —y ya es decir—,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colemena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?

Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho,
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo,
te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco.

Podría recordarte que ya no tienes gracia.
Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se tienen más de treinta años,
y que tu encantadora
sonrisa de muchacho soñoliento
—seguro de gustar— es un resto penoso,
un intento patético.
Mientras que tú me miras con tus ojos
de verdadero huérfano, y me lloras
y me prometes ya no hacerlo.

Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco...
De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad.

A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno
para dormir contigo.
Muriendo a cada paso de impotencia,
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso
torpemente abrazados, vacilando
de alcohol y de sollozos reprimidos.
Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!
                                               Jaime Gil de Biedma.

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