sábado, 26 de agosto de 2017

Un grano de alegría, un mar de olvido

En cada instante, en cada frase, en cada suspiro, en cada pequeño acontecer, lo trivial y lo misterioso van a partes iguales.

Así acaba la novela El balcón en invierno de Luis Landero que he terminado de leer esta mañana. Me resulta fascinante el hecho de que ayer, cuando terminé mi jornada laboral, viniese pensando precisamente en eso después de dejar a B. y S. en casa. A decir verdad no me sorprende, porque estoy acostumbrada a leerme en cada una de las páginas de las obras que he leído de Luis Landero.

Ayer, mi hermano Sergio me confesó algo que llevaba callando desde 2009, concretamente. Trabajamos los dos solos en cocina y, en esos espacios de tiempo en los que no hay nada que hacer- como ese al que he logrado acostumbrarme después de ocho años: el que acontece desde que los novios eligen la hora de entrada para comenzar el banquete y la hora a la que aparecen realmente; una hora u hora y media, aproximadamente, casi siempre-, hablamos de mis inicios en la hostelería. También de los de Jorge, que empezó conmigo pero teniendo cuatro años más que yo. Recordamos mi primer día de trabajo, cuando terminó la faena en el lavavajillas y Jorge y yo nos fuimos a fregar el salón del CGG. “Sergio, ¿así?, ¿lo hemos hecho bien?”, “Sí, Mabel, id a que J. os pague y ya os podéis ir”. Mentira. Ayer me confesó, con toda la complicidad y la sinceridad del mundo, que dejamos el salón hecho un desastre, inundado en agua. Cuando J. nos pagó y nos fuimos, mi hermano volvió al salón y con esas fregonas industriales a las que nunca me he hecho, esas que nunca he conseguido dominar del todo, se puso a fregar, otra vez, todo el salón. “¿Qué haces, Sergio?- le dijo J.- si el salón acaban de fregarlo tu hermana y tu cuñado ahora mismo”. Mi hermano lo invitó a que se asomase y, en efecto, J. le animo a que continuase con la tarea. Un desastre. No me dijo nada aquel día porque sabía las ganas y el esfuerzo que había detrás de aquel charco de agua. No quiso arruinar nuestro primer día de trabajo. De ese día recuerdo otras muchas cosas: las brochetas de piña y langostino que tanto odiaba- el líquido del marisco corría lentamente por las heridas que, de morderme las uñas, tenía en los dedos-, la nevera con helados que estaba cerca de la puerta que daba a la barra, mi primera impresión cuando entré en la cocina y vi las instalaciones, las patatas fritas –como las de las bolsas de chucherías- que hacía mi hermano y estaban en un recipiente, la satisfacción de recibir mi primer sueldo después del trabajo bien hecho, etc. Todo esto lo recuerdo con la misma emoción y minucia que ese día, pero lo que más he recordado con el paso del tiempo, ha sido lo que hice con aquel sueldo los días posteriores a mi primer día de trabajo: lo tuve en la mesilla de noche y no me atreví a cogerlo hasta pasados los días; no sabía en qué podía emplear ese dinero que me había costado sudores y 14 horas de trabajo.   

Ayer, cuando volvía a casa, recordaba la conversación que habíamos tenido horas antes, y observaba, como todos los fines de semana desde hacía varios años, el ir y venir de la gente. Yo, agotada y con un traje de cocina sucio y empapado, conducía pesarosamente mientras escuchada un disco con canciones de Manolo García.         A mi lado, en el otro carril, chicos guapos, bien vestidos y con una música muy distinta a la mía, corrían por la carretera con ese afán del joven que sale de fiesta con la pretensión de comerse el mundo. Todavía había bares abiertos; yo vi tres, concretamente. Una joven hermosa y esbelta con cuñas marrones, pantalón vaquero corto y una blusa blanca que dejaba al descubierto toda su espalda, subía la avenida C.C., mientras yo pensaba en si encontraría o no aparcamiento teniendo en cuenta las horas que eran.  Así todos los fines de semana- más concretamente los sábados y algún que otro viernes, como ayer- desde hacía ocho años. Porque de eso es, entre otras cosas, de lo que tratan estas páginas, de cómo fui encontrando un sentido a mi vida en el oscuro y errático devenir de los años.

Ayer, también, llevé El balcón en invierno al trabajo por si en uno de esos tediosos ratos de no hacer nada podía sumergirme en sus páginas. No. El libro se quedó donde lo coloqué a eso de las 19:30 de la tarde, en el asiento del copiloto, pero lo cierto es que retomé su lectura cuando llegué de trabajar hasta que el sueño logró vencerme. Hice un enorme esfuerzo para no dormirme y, por una vez en mucho tiempo, caí rendida. Eso solo lo consigue él, Luis Landero, que me aporta esa paz que necesito en momentos de tormenta.

Esta mañana, a eso de las 10:30, he desayunado, apresuradamente, avena y un café, he puesto la lavadora con el uniforme para volver a usarlo hoy, y, como si se fuese a acabar el mundo hoy mismo, me he puesto a leer la novela con la pretensión de terminarla antes de las dos. Mientras tomaba algo para recobrar fuerzas, pensaba: “¿y si el mundo se para ahora y no he podido terminar de leer esta obra? Espabila, Mabel, espabila.”

Todo aquello que sentí ayer se concreta en la lectura mañanera de las páginas que conforman El balcón en invierno de Luis Landero. A veces pienso que leyéndolo o estando con él a través de las letras, estoy más desnuda que lo que he podido estarlo nunca con cualquiera otra persona; desnuda con ropa pero indefensa, con todas mis miserias expuestas como en un catálogo, con mis miedos, inquietudes, afanes y sueños; con la culpa, el arrepentimiento y la duda; con el resultado de todo lo vivido. Siempre que lo leo me sorprendo con lágrimas en los ojos y una fuerza que me empuja a recordar toda mi vida y a reconciliarme con mi pasado.  Así, de mis lecturas de Landero, guardo no solo fragmentos fotografiados y grandes enseñanzas- más de la vida, que de lo literario, y ya es decir- si no notas, páginas señaladas y sobre todo la emoción de que lo que dice está, siempre, íntimamente ligado con algo que me ha acontecido en mi pasado:

De repente yo me había convertido en el padre y él era el hijo, el desvalido y desamparado, la víctima que mendiga un poco de piedad a quien tiene poder para otorgarla. Fue una mirada larga, de una intensidad reveladora: en un instante nos dijimos más cosas que en toda nuestra vida. Pero ya era tarde para todo.

Puedo verme ahora, con tan solo 20 años, caminando por aquel pasillo lóbrego y odioso para mí. Papis, bata y mascarilla. Tú, en tu vox, eras el único despierto a esas horas. Tus ojos, quietos y serenos, brillaban en la inmensidad de la noche. Me acerqué a ti y te cogí la mano como quien se aferra a algo de lo que no quiere desprenderse nunca. Todo eso antes de partir para Cc en la madrugada de aquel frío día de diciembre. Yo hablaba y tú, quizá, me escuchabas. Quién sabe. Aquella noche nos dijimos que nos necesitábamos, pero no nos hicieron falta palabras, solo un gesto. Dos manos: una aferrada a la vida y la otra a la esperanza.

13:24. “He terminado la novela media hora antes de lo previsto”, pensé. Me vestí y me lancé a las calles. “Ojalá llueva; huele a tierra mojada y el cielo, a pesar del bochorno, está gris y nublado”. Cogí el coche y, rápidamente, me dirigí a Universitas. Absolución. En el primer semáforo en rojo con el que me topé después de comprar el libro, leí la primera página de esta novela publicada en 2012, año del curso académico- 2012/2013- en el que fallece mi padre y conozco la existencia de este escritor que habría de marcar mi vida para siempre.

Hoy, durante mi larga jornada de trabajo con J., E., y S., desearé que sea mañana para conocer las hazañas, venturas y desventuras de Lino. Y la verdad es que esta entrada daba para mucho más, pues tengo recogidas varias notas pero, todo eso, lo guardo para mí y para él, aunque él no lo sepa.

Absolución, Luis Landero (Tusquets, 2012).



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