En cada instante, en cada frase, en cada suspiro, en
cada pequeño acontecer, lo trivial y lo misterioso van a partes iguales.
Así acaba la novela El balcón en invierno de Luis Landero
que he terminado de leer esta mañana. Me resulta fascinante el hecho de que
ayer, cuando terminé mi jornada laboral, viniese pensando precisamente en eso
después de dejar a B. y S. en casa. A decir verdad no me sorprende, porque
estoy acostumbrada a leerme en cada
una de las páginas de las obras que he leído de Luis Landero.
Ayer,
mi hermano Sergio me confesó algo que llevaba callando desde 2009,
concretamente. Trabajamos los dos solos en cocina y, en esos espacios de tiempo
en los que no hay nada que hacer- como ese al que he logrado acostumbrarme
después de ocho años: el que acontece desde que los novios eligen la hora de
entrada para comenzar el banquete y la hora a la que aparecen realmente; una
hora u hora y media, aproximadamente, casi siempre-, hablamos de mis inicios en
la hostelería. También de los de Jorge, que empezó conmigo pero teniendo cuatro
años más que yo. Recordamos mi primer día de trabajo, cuando terminó la faena en el lavavajillas y Jorge y yo
nos fuimos a fregar el salón del CGG. “Sergio, ¿así?, ¿lo hemos hecho bien?”, “Sí,
Mabel, id a que J. os pague y ya os podéis ir”. Mentira. Ayer me confesó, con
toda la complicidad y la sinceridad del mundo, que dejamos el salón hecho un
desastre, inundado en agua. Cuando J. nos pagó y nos fuimos, mi hermano volvió al
salón y con esas fregonas industriales a las que nunca me he hecho, esas que
nunca he conseguido dominar del todo, se puso a fregar, otra vez, todo el
salón. “¿Qué haces, Sergio?- le dijo J.- si el salón acaban de fregarlo tu
hermana y tu cuñado ahora mismo”. Mi hermano lo invitó a que se asomase y, en
efecto, J. le animo a que continuase con la tarea. Un desastre. No me dijo nada
aquel día porque sabía las ganas y el esfuerzo que había detrás de aquel charco de agua. No quiso arruinar
nuestro primer día de trabajo. De ese día recuerdo otras muchas cosas: las
brochetas de piña y langostino que tanto odiaba- el líquido del marisco corría
lentamente por las heridas que, de morderme las uñas, tenía en los dedos-, la
nevera con helados que estaba cerca de la puerta que daba a la barra, mi
primera impresión cuando entré en la cocina y vi las instalaciones, las patatas
fritas –como las de las bolsas de chucherías- que hacía mi hermano y estaban en
un recipiente, la satisfacción de recibir mi primer sueldo después del trabajo bien hecho, etc. Todo esto lo recuerdo
con la misma emoción y minucia que ese día, pero lo que más he recordado con el
paso del tiempo, ha sido lo que hice con aquel sueldo los días posteriores a mi
primer día de trabajo: lo tuve en la mesilla de noche y no me atreví a cogerlo
hasta pasados los días; no sabía en qué podía emplear ese dinero que me había costado sudores y 14 horas de
trabajo.
Ayer,
cuando volvía a casa, recordaba la conversación que habíamos tenido horas antes,
y observaba, como todos los fines de semana desde hacía varios años, el ir y
venir de la gente. Yo, agotada y con un traje de cocina sucio y empapado,
conducía pesarosamente mientras escuchada un disco con canciones de Manolo
García. A mi lado, en el otro
carril, chicos guapos, bien vestidos y con una música muy distinta a la mía,
corrían por la carretera con ese afán del joven que sale de fiesta con la pretensión
de comerse el mundo. Todavía había bares abiertos; yo vi tres, concretamente.
Una joven hermosa y esbelta con cuñas marrones,
pantalón vaquero corto y una blusa blanca que dejaba al descubierto toda su
espalda, subía la avenida C.C., mientras yo pensaba en si encontraría o no
aparcamiento teniendo en cuenta las horas que eran. Así todos los fines de semana- más
concretamente los sábados y algún que otro viernes, como ayer- desde hacía ocho
años. Porque de eso es, entre otras
cosas, de lo que tratan estas páginas, de cómo fui encontrando un sentido a mi
vida en el oscuro y errático devenir de los años.
Ayer,
también, llevé El balcón en invierno al
trabajo por si en uno de esos tediosos ratos de no hacer nada podía sumergirme
en sus páginas. No. El libro se quedó donde lo coloqué a eso de las 19:30 de la
tarde, en el asiento del copiloto, pero lo cierto es que retomé su lectura
cuando llegué de trabajar hasta que el sueño logró vencerme. Hice un enorme
esfuerzo para no dormirme y, por una vez en mucho tiempo, caí rendida. Eso solo
lo consigue él, Luis Landero, que me aporta esa paz que necesito en momentos de
tormenta.
Esta
mañana, a eso de las 10:30, he desayunado, apresuradamente, avena y un café, he
puesto la lavadora con el uniforme para volver a usarlo hoy, y, como si se
fuese a acabar el mundo hoy mismo, me he puesto a leer la novela con la
pretensión de terminarla antes de las dos. Mientras tomaba algo para recobrar
fuerzas, pensaba: “¿y si el mundo se para ahora y no he podido terminar de leer
esta obra? Espabila, Mabel, espabila.”
Todo
aquello que sentí ayer se concreta en la lectura mañanera de las páginas que
conforman El balcón en invierno de
Luis Landero. A veces pienso que leyéndolo o estando con él a través de las letras, estoy más desnuda que lo que
he podido estarlo nunca con cualquiera otra persona; desnuda con ropa pero
indefensa, con todas mis miserias expuestas como en un catálogo, con mis
miedos, inquietudes, afanes y sueños; con la culpa, el arrepentimiento y la
duda; con el resultado de todo lo vivido. Siempre que lo leo me sorprendo con
lágrimas en los ojos y una fuerza que me empuja a recordar toda mi vida y a
reconciliarme con mi pasado. Así, de mis
lecturas de Landero, guardo no solo fragmentos fotografiados y grandes
enseñanzas- más de la vida, que de lo literario, y ya es decir- si no notas,
páginas señaladas y sobre todo la emoción de que lo que dice está, siempre, íntimamente
ligado con algo que me ha acontecido en mi pasado:
De repente yo me había convertido
en el padre y él era el hijo, el desvalido y desamparado, la víctima que
mendiga un poco de piedad a quien tiene poder para otorgarla. Fue una mirada
larga, de una intensidad reveladora: en un instante nos dijimos más cosas que
en toda nuestra vida. Pero ya era tarde para todo.
Puedo
verme ahora, con tan solo 20 años, caminando por aquel pasillo lóbrego y odioso
para mí. Papis, bata y mascarilla.
Tú, en tu vox, eras el único
despierto a esas horas. Tus ojos, quietos y serenos, brillaban en la inmensidad
de la noche. Me acerqué a ti y te cogí la mano como quien se aferra a algo de
lo que no quiere desprenderse nunca. Todo eso antes de partir para Cc en la
madrugada de aquel frío día de diciembre. Yo hablaba y tú, quizá, me escuchabas.
Quién sabe. Aquella noche nos dijimos que nos necesitábamos, pero no nos
hicieron falta palabras, solo un gesto. Dos manos: una aferrada a la vida y la
otra a la esperanza.
13:24.
“He terminado la novela media hora antes de lo previsto”, pensé. Me vestí y me
lancé a las calles. “Ojalá llueva; huele a tierra mojada y el cielo, a pesar
del bochorno, está gris y nublado”. Cogí el coche y, rápidamente, me dirigí a
Universitas. Absolución. En el primer
semáforo en rojo con el que me topé después de comprar el libro, leí la primera
página de esta novela publicada en 2012, año del curso académico- 2012/2013- en
el que fallece mi padre y conozco la existencia de este escritor que habría de
marcar mi vida para siempre.
Hoy,
durante mi larga jornada de trabajo con J., E., y S., desearé que sea mañana
para conocer las hazañas, venturas y desventuras de Lino. Y la verdad es que esta entrada daba para mucho más, pues
tengo recogidas varias notas pero, todo eso, lo guardo para mí y para él, aunque él no lo sepa.
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Absolución, Luis Landero (Tusquets, 2012). |
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