Y
luego, un día, no sé de qué manera, dejé de creer en Dios y me encontré
creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer. En aquel tiempo, yo solo tenía un libro en
propiedad. Ese libro era Las mil mejores poesías de la lengua castellana.
Quizá lo oí citar en el programa de la radio, o a algún profesor o
a algún amigo, pero el caso es que un día entré por primera vez en mi
vida en una librería y me lo compré. Ya al abrirlo, al olerlo, al leer un verso
aquí otro allá, al ver que el tomo tenía
setecientas páginas, primero me sentí como un ladrón, y tuve miedo de que alguien
viniese a reclamármelo o a arrebatarme aquel botín, y luego me sentí admirado,
incrédulo ante el prodigio de que aquel libro fuese mío y solo mío. Aquello era
un auténtico tesoro, y yo la persona más afortunada del mundo.
Durante
mucho tiempo yo fui feliz con aquel libro, feliz acaso como nunca en la vida.
Fue un verdadero idilio, el más hermoso que uno se pueda imaginar. Aquel libro
era mi amada y yo su amado, el libro y yo, los dos juntos, inseparables,
viviendo no importa cómo ni dónde, y condenados a ser dichosos para siempre.
Porque a mí me parecía que con aquel libro era bastante para toda la vida, y no
hacían falta ya más libros, como tampoco los enamorados de verdad necesitan de
ningún otro amor. Toda la literatura, toda la sabiduría, toda la belleza del
mundo, estaban contenidas en aquellas setecientas páginas.
Y un
día escribí mi primer poema, temeroso quizá de estar profanando algo, de haber
ido demasiado lejos, de estar comiendo de la fruta prohibida, tímido al
principio, y luego ya más atrevido según las palabras acudían solícitas al
reclamo de algo oscuro que
yo
quería decir y que no sabía lo que era hasta que ellas, las palabras, venían a revelármelo.
Era como un milagro, como los raptos místicos o las apariciones celestiales, y
bastaba concentrarse en algo —es decir, en la Amada siempre inalcanzable,
porque ese era mi gran tema, la Amada, que además no existía en la realidad, ni
necesitaba existir— para que al rato un vocablo saliera a mi encuentro y surgiese
como por arte de magia el primer verso, y luego otro, y otro, y así se iba haciendo
real, y palpitaba como con vida propia, lo que sin el soplo creador del
artífice no hubiese existido jamás. Ese era el rito, ese era el milagro de la portentosa
fecundidad entre las palabras y las cosas. Ah, las palabras. A veces ocurría
que me enamoraba perdidamente de una palabra hasta entonces desconocida y
durante varios o muchos días vivíamos un amor turbulento, excluyente, febril, y
yo escribía poemas donde esa palabra era la protagonista, la estrella invitada,
y las demás hacían de teloneras. Palabras como errabundo, cénit, heliotropo,
añoranza, inefable, éxtasis, madreselva, doliente, iridiscente, plenitud,
taciturno… Y así llegó el día en que me sentí poeta de verdad,
hermano
menor de Bécquer, solitario y triste como él, elegido por un destino fatal como
él, frágil pero también indestructible como él.
La poesía
me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo. Aquello era casi como ser
abogado, y me hubiera gustado contárselo a mi padre, para que por una vez se sintiera
orgulloso de mí. Ya no me preguntaba si pertenecía a la ciudad o al pueblo, o
si yo era obrero o estudiante, o si mis verdaderos amigos eran los finos o los bastos,
porque ahora mi sitio estaba en otra parte: un pequeño reino que ya no era del
todo de este mundo, y en el que yo vivía a salvo de contradicciones y amenazas.
A salvo por ejemplo de los amigos que por su posición social, por sus artes
mundanas, por su labia, por sus músculos, por la elegancia en el vestir, ejercían
su poder sobre mí, relegado siempre a los últimos puestos de la tribu, y en la
que ahora mi papel de poeta me concedía un rango aparte en la escala
jerárquica, supongo que el de hechicero o cosa así.
A salvo
también, o al menos no del todo indefenso, del desdén de las muchachas de las
que me enamoraba sin remedio y por las que sufría hasta la postración, porque
ahora tenía el orgullo y el secreto poder de los versos, y por supuesto de la Amada,
cómo no, al lado de la cual todas las otras, por hermosas que fuesen, eran solo
una sombra, un simulacro, un puñado de calderilla y poco más. Y lo que son las
cosas, parecía una invención inofensiva e inocente, una tontuna de muchacho, y
sin embargo aquella Amada de ficción resultó ser la verdadera, la perdurable, el
único amor auténtico que he llegado a conocer en la vida.
El balcón en invierno, Luis Landero.
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