jueves, 2 de marzo de 2017

A Candi

Llevo varios días acordándome de él. Tenía una sonrisa preciosa y una manera de ver, vivir y disfrutar la vida envidiable. 

Cuando me conoció, en una reunión familiar, se sentó a mi lado y se pasó todo el día pellizcándome el moflete mientras, con fuerza y dulzura, se mordía la lengua. Siempre se mordía la lengua. Cualquiera que lo recuerde -somos muchos- sabe que era un gesto muy característico de él. Solía dar, también, fuertes golpecitos en la espalda en señal de aprecio.

Repartía el pan con una energía envidiable. Cruzar las puertas de aquella panadería situada en la carrera, en Olivenza, era, imagino, como atravesar las puertas del cielo. No por  el olor a dulce y la calidez del local sino por la presencia celestial de un ser que hacía feliz y alegraba los días a cuantos lo conocíamos. Un cielo que ahora ocupa y en el que seguro sigue haciendo feliz a mucha gente.

A mi hermano Chané y a mi madre les preguntaba, continuamente, por Jorge (¿dónde está el sinvergüenza de mi sobrino?) y por mí, para apuntar, siempre, al final: ¡qué bien viven estos dos!

Recuerdo nuestra última conversación con la nostalgia de quien sigue necesitando que le aprieten la mejilla, y con el cariño de quien tuvo la oportunidad de conocer a alguien tan especial como tú.

Tenía que ser un día feliz. Estábamos de celebración. Ese día dos personas se juraron amor eterno delante de más de cien personas. Tú, desde un lugar en el que creías pasar desapercibido, observabas aquel espectáculo: la música, las luces, aquellos cuerpos con trajes de gala que se movían al compás de las canciones, las risas y sonrisas, y los besos apasionados de quienes parecían olvidarse del mundo a pesar de estar en medio de la pista. Lo que no sabías es que yo, ajena a la música y a las luces, desde una silla, te estaba observando a ti. Entonces me levanté, me acerqué y te dije:

-¿Qué tal?, ¿qué haces?, dije.

-Observando, me contestaste.

Dos espectadores, ahora juntos, observando aquella función mágica, porque nos bastaba con sabernos agregados al mundo, testigos y parte de las cosas.

Una espectadora, hoy, que recuerda una última conversación, un último día observando juntos el espectáculo del mundo, lo maravilloso de vivir.  

  


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