Hay una
nada sin más, y otra
que lo contempla todo.
Allí está nuestra casa.
Donde nos gusta
no insistir en el hecho
de que somos efímeros,
cruzar la muerte
sin encender la última cerilla.
Mirar hacia la plaza
sin motivo.
notar que las acacias
vecinas han crecido,
tras la última poda, más que
nunca.
Sus ramas juegan a intentar
tocarse
como perros y niño
juegan a perseguir lo que les
huye:
burbujas de jabón,
unas palomas.
Los viejos se ensimisman
en las generaciones
de chicles adheridos junto al
banco
donde se sientan juntos
a compartir rumor.
Las antenas, entre los edificios,
apuntan a la perfección,
y al noroeste.
Como la vértebra de calderón
que cogiste de niña en los
escollos,
y el fósil de bivaldo,
y el del erizo,
obras maestras de quién sabe.
Pasan coches patrulla y
ambulancias,
se oye hablar en seis
o siete lenguas
de comida y bebida, de dinero.
Y una actriz disfrazada de quién
sabe
entretiene a las jóvenes familias
con cuentos proverbiales,
resumidos
en gestos que no alzanzo
a entender, pero soy
capaz de transcribir:
“y con todo,
llegaron al fin a estar
tranquilos,
controlar el azar, ser lo que
eran.
Donde se cumplen siempre porque
son
iguales las hipótesis
y las profecías.
Donde permanecieron siempre,
por haber demostrado ser capaces
de amar
cualquier cosa,
matar por cualquier cosa,
con tal de no morir por cualquier
cosa."
O
futuro, Abraham Gragera
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