viernes, 3 de marzo de 2017

Nada


Esos desechos de celuloide, esos sobrantes en la película del recuerdo de mi vida son los que hoy intento proyectar en la pantalla de la memoria, los que hoy me parecen, aun en su confusión, tan vívidos y tan cercanos.


¿Y ahora?

Ahora nada, como aquella nada de la joven Andrea, de Carmen Laforet, con la que tanto disfrute gracias a J.L.B y a sus maravillosas clases. Casualidad es que hoy precisamente me acuerde de esta obra en la que se narran las aventuras de una joven universitaria en Barcelona. Estoy intuyendo algo que, seguro, sucederá en las próximas semanas, cuando baje al pueblo: Mabel buscando como una loca la obra para releerla mientras, mi madre, quizás, haga este o un comentario similar:

-Mentirosa; me dijiste que tu cosa preferida en el mundo era el Cholito y, en realidad, son los libros. 

Ahora que recuerdo estas palabras que en más de una ocasión han salido de los dulces labios de mi madre, la imagino mirándome mientras yo leo en el sillón de papá. Siempre sonríe, pero creo que no acaba de acostumbrarse a que esté enfrente del ordenador y de repente salga a correr y vuelva con dos o tres libros en las manos y me ponga a apuntar citas en cualquiera de mis cuadernos.

Si tuviera que hacer un recorrido para contar cómo he llegado hasta aquí puede que acabe echándome las manos a la cabeza. O celebrando la buena fe de quienes alguna vez confiaron en la oveja descarriada…

El caso es que recuerdo perfectamente (mucha memoria, la inteligencia de los tontos) aquella conversación con mi primo Jorge. Es la primera vez que al mencionarlo- en este caso escribirlo-  lo llamo Jorge y no Jorge Dordio; manías, ¿de primas?, no sé. Cuando acabamos 4º de ESO yo ya era una alumna que distaba mucho de aquella Mabel de mi nefasto 3º. Al acabar el curso, lo usual era informar al tutor sobre lo que querías hacer al terminar el ciclo de la Enseñanza Secundaria Obligatoria para que ellos pudieran orientarte. Yo ni si quiera pensé, al principio, en hacer bachillerato. Mis opciones eran otras; entre ellas algún ciclo formativo, y así lo hice constar cuando me preguntaron. En el boletín donde te indican (sí, tiene narices que todavía algunos se crean con derecho a decir quién sí y quién no) aquellos estudios para lo que estás cualificado, aparecía, como recomendación, que hiciese bachillerato.

-Venga, Jorge, lo intentamos. Si no somos capaces o no nos gusta no importa, solo es un año.

Y así empezó lo que ahora está a punto de acabar.

Fue en mi segundo tercero de la ESO cuando empecé a establecer un vínculo especial con la lengua y literatura. Aún recuerdo la recreación de ese cuaderno azul de Tensi que Jacinto nos mandó a hacer y otras de sus múltiples iniciativas para que, como él, amásemos la que era y es su profesión. Conmigo lo consiguió. Gracias.

A pesar de esto, no me había planteado estudiar una carrera hasta que empecé a obtener buenos resultados en bachillerato. Fue entonces cuando tuve claro que haría Filología Hispánica o Periodismo. Solía expresarme bien en público y siempre me ofrecía cuando había que realizar alguna actividad relacionada con la oratoria (vaya, cualquiera lo diría hoy). Me gustaba leer, escribir, la lengua y la literatura, y cualquier manifestación artística que me permitiese acercarme a la sociedad actual, y conocer la cultura y las costumbres de nuestros antepasados. Con el tiempo he descubierto que la mejor forma de hacerlo es a través de un libro; a través de la mirada del autor que en su época pretendió plasmar, con papel y pluma, la realidad que lo envolvía.   

La mayoría de las personas a las que pedí ayuda me aconsejaron que hiciese periodismo.

-¿Filología Hispánica?, ¿y eso pa´ qué sirve?

Me he pasado la vida contestando la eterna pregunta hasta que se me ocurrió que, la próxima vez que me preguntaran, contestaría:

-Para que personas como tú no sigan haciendo preguntas tan estúpidas como esta.

Joder, ¿por qué nadie me ha vuelto a preguntar jamás?, ¿ya sabe todo el mundo qué es y para qué sirve la filología?

Ahora, siete u ocho años después de aquel primero de bachillerato, y a pesar de los desafortunados comentarios que una profesora tocaya (de segundo nombre) me hizo sobre la opción de estudiar esta, mi carrera, aquí estamos. Aquí estoy.

Desconcertada, el primer día de clase llegué con Andrea y Noelia a las 08:30. Pensaba que, como ellas, tendría clase a las 09:00. No, Historia de España a las 10:00.

-¿Y ahora qué hago yo sola aquí hasta las 10:00?

Fui dando un paseo desde Filosofía y Letras hasta Veterinaria con la tristeza de quien parece haber abandonado su país para siempre. Me sentía sola en un mundo entonces desconocido para mí.
Cuando dieron las 10:00 y subí al aula 27 empezó la que sería mi nueva vida, la universitaria.

A Gala fue a la primera que conocí cuando esperábamos en la puerta del aula la llegada de Rocío e Isabel.

Después a Conchi, que se sentó conmigo y me contó que había estudiado trabajo social en Salamanca pero que siempre le había gustado la lengua y literatura y por eso estaba aquí. Yo ya me sentía tranquila y cómoda, pero aun así era necesaria la presencia de Andrea y Noelia, con quien compartía ocho asignaturas comunes.

A Fátima la conocí un mes después, cuando llegó en octubre, desconcertado y asustada como yo al principio.

-No te preocupes, te dejamos todo lo que hemos dado hasta ahora.

A Marina le pedí, en varias ocasiones, fuego en la puerta a la que bajábamos a fumar en los cinco minutos entre clase y clase.

Esmeralda era nuestra veterana, pero yo ya me había fijado en ella cuando expusimos el trabajo de Historia de España en clase. ¡Qué bien habla, qué soltura!, pensé.

Zakarias vino a enseñarme que el mundo podía ser un lugar mejor. Sigue haciéndolo, desde la distancia más cercana. Una invitación por mi parte, unos espaguetis con atún y una conversación bastaron para tejer la que ahora es una de las amistades más valiosas y ricas que tengo. Quemó dos veces el parquet de mi piso y nos hizo unas patatas “fritas” (con agua) con azúcar asquerosas. Le gustaba mucho Cáceres. Siempre decía que era una ciudad acogedora en la que la gente te saludaba sin más y todo el mundo paseaba alegre. Algo que dista mucho del ambiente frío y tétrico de una ciudad como París.  Sigue siendo su casa para cuando quiera volver. Llevo tiempo pensando que, aunque no físicamente, quizá pueda volver unos días a esta, la ciudad que fue suya durante todo un año, gracias a un libro que le encantaría tener, observar y leer. Tengo que hacerme con su dirección…
Así con todos. Guardo tantos recuerdos de las primeras veces que vi esas caras, la de mis compañeros, que podría contar un sinfín de historias.

He crecido y aprendido tanto que me gustaría rechazar la idea de que esta etapa está acabando. He vivido y disfrutado tanto que ahora, a una semana de abandonar el aula para siempre, todo se reduce a nada.  Me miro al espejo y aún veo a aquella Mabel llena de miedos, incertidumbre y sueños. Muchos sueños. Quizá demasiados, todavía.

Estoy a cuatro días, ocho clases y veinte horas de despedir la facultad de Filosofía y Letras para empezar las prácticas.

Siempre recordaré mis esfuerzos vanos y estúpidos por sacar buena nota en algunas asignaturas,  la satisfacción de conseguirla en muchas otras aunque, como he dicho en entradas anteriores, esto no se haya visto reflejado en la nota final, mi inesperada y única MH en la carrera, en filosofía, las palabras de I.R. Y J.L.B. cuando realicé la defensa de mi TFG (tan presente hoy también, gracias) y la confianza de quienes siempre creyeron en mí cuando yo ni siquiera lo hacía. Gracias.

Recuerdo ahora también una breve conversación que tuve el otro día, en el pasillo, con uno de mis profesores.  Le di a entender (por no decir le dije explícitamente) que yo era, como todos, un nombre y una calificación, mediocre en mi caso. Me dijo algo que, aunque todos parecen decir y aplaudir, jamás tienen en cuenta:

-y ¿qué te garantiza un 9? Un 9 solo te garantiza que eres un empollón. No dice que eres una persona creativa ni que tienes más o menos capacidades para hacer algo. A mí nunca me han gustado las personas de sobresaliente; creo que luego son las menos buenas.

Habrá gente que se eche las manos a la cabeza analizando literalmente el sentido de cada una de estas palabras. Yo sé lo que quería decir, y me basta. También sé, gracias a muchos y a mí, que no soy una nota. Que una nota dice nada y lo aprendido dice mucho.

Y ahora es el momento en el que, seguro, alguien haría la siguiente pregunta: ¿Con qué te quedas?

-Con todo y con nada, contestaría.




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