Esos desechos de celuloide, esos
sobrantes en la película del recuerdo de mi vida son los que hoy intento
proyectar en la pantalla de la memoria, los que hoy me parecen, aun en su
confusión, tan vívidos y tan cercanos.
¿Y ahora?
Ahora
nada, como aquella nada de la joven Andrea, de Carmen
Laforet, con la que tanto disfrute gracias a J.L.B y a sus maravillosas clases.
Casualidad es que hoy precisamente me acuerde de esta obra en la que se narran
las aventuras de una joven universitaria en Barcelona. Estoy intuyendo algo
que, seguro, sucederá en las próximas semanas, cuando baje al pueblo: Mabel
buscando como una loca la obra para releerla mientras, mi madre, quizás, haga
este o un comentario similar:
-Mentirosa; me dijiste que tu cosa preferida en el mundo era el
Cholito y, en realidad, son los libros.
Ahora
que recuerdo estas palabras que en más de una ocasión han salido de los dulces
labios de mi madre, la imagino mirándome mientras yo leo en el sillón de papá.
Siempre sonríe, pero creo que no acaba de acostumbrarse a que esté enfrente del
ordenador y de repente salga a correr y vuelva con dos o tres libros en las
manos y me ponga a apuntar citas en cualquiera de mis cuadernos.
Si
tuviera que hacer un recorrido para contar cómo he llegado hasta aquí puede que
acabe echándome las manos a la cabeza. O celebrando la buena fe de quienes alguna
vez confiaron en la oveja descarriada…
El
caso es que recuerdo perfectamente (mucha memoria, la inteligencia de los tontos) aquella conversación con mi primo
Jorge. Es la primera vez que al mencionarlo- en este caso escribirlo- lo llamo Jorge y no Jorge Dordio; manías, ¿de
primas?, no sé. Cuando acabamos 4º de ESO yo ya era una alumna que distaba
mucho de aquella Mabel de mi nefasto 3º. Al acabar el curso, lo usual era
informar al tutor sobre lo que querías hacer al terminar el ciclo de la
Enseñanza Secundaria Obligatoria para que ellos pudieran orientarte. Yo ni si
quiera pensé, al principio, en hacer bachillerato. Mis opciones eran otras;
entre ellas algún ciclo formativo, y así lo hice constar cuando me preguntaron.
En el boletín donde te indican (sí, tiene narices que todavía algunos se crean
con derecho a decir quién sí y quién no) aquellos estudios para lo que estás
cualificado, aparecía, como recomendación, que hiciese bachillerato.
-Venga,
Jorge, lo intentamos. Si no somos capaces o no nos gusta no importa, solo es un
año.
Y
así empezó lo que ahora está a punto de acabar.
Fue
en mi segundo tercero de la ESO cuando empecé a establecer un vínculo especial
con la lengua y literatura. Aún recuerdo la recreación de ese cuaderno azul de Tensi que Jacinto nos
mandó a hacer y otras de sus múltiples iniciativas para que, como él, amásemos
la que era y es su profesión. Conmigo lo consiguió. Gracias.
A
pesar de esto, no me había planteado estudiar una carrera hasta que empecé a
obtener buenos resultados en bachillerato. Fue entonces cuando tuve claro que
haría Filología Hispánica o Periodismo. Solía expresarme bien en público y
siempre me ofrecía cuando había que realizar alguna actividad relacionada con
la oratoria (vaya, cualquiera lo diría hoy). Me gustaba leer, escribir, la
lengua y la literatura, y cualquier manifestación artística que me permitiese
acercarme a la sociedad actual, y conocer la cultura y las costumbres de
nuestros antepasados. Con el tiempo he descubierto que la mejor forma de
hacerlo es a través de un libro; a
través de la mirada del autor que en su época pretendió plasmar, con papel y
pluma, la realidad que lo envolvía.
La
mayoría de las personas a las que pedí ayuda me aconsejaron que hiciese
periodismo.
-¿Filología
Hispánica?, ¿y eso pa´ qué sirve?
Me
he pasado la vida contestando la eterna
pregunta hasta que se me ocurrió que, la próxima vez que me preguntaran,
contestaría:
-Para
que personas como tú no sigan haciendo preguntas tan estúpidas como esta.
Joder,
¿por qué nadie me ha vuelto a preguntar jamás?, ¿ya sabe todo el mundo qué es y
para qué sirve la filología?
Ahora,
siete u ocho años después de aquel primero de bachillerato, y a pesar de los
desafortunados comentarios que una profesora
tocaya (de segundo nombre) me hizo sobre la opción de estudiar esta, mi
carrera, aquí estamos. Aquí estoy.
Desconcertada,
el primer día de clase llegué con Andrea y Noelia a las 08:30. Pensaba que,
como ellas, tendría clase a las 09:00. No, Historia
de España a las 10:00.
-¿Y
ahora qué hago yo sola aquí hasta las 10:00?
Fui
dando un paseo desde Filosofía y Letras hasta
Veterinaria con la tristeza de quien
parece haber abandonado su país para siempre. Me sentía sola en un mundo
entonces desconocido para mí.
Cuando
dieron las 10:00 y subí al aula 27 empezó la que sería mi nueva vida, la universitaria.
A
Gala fue a la primera que conocí cuando esperábamos en la puerta del aula la
llegada de Rocío e Isabel.
Después
a Conchi, que se sentó conmigo y me contó que había estudiado trabajo social en
Salamanca pero que siempre le había gustado la lengua y literatura y por eso
estaba aquí. Yo ya me sentía tranquila y cómoda, pero aun así era necesaria la
presencia de Andrea y Noelia, con quien compartía ocho asignaturas comunes.
A
Fátima la conocí un mes después, cuando llegó en octubre, desconcertado y
asustada como yo al principio.
-No
te preocupes, te dejamos todo lo que hemos dado hasta ahora.
A
Marina le pedí, en varias ocasiones, fuego en la puerta a la que bajábamos a
fumar en los cinco minutos entre clase y clase.
Esmeralda
era nuestra veterana, pero yo ya me había fijado en ella cuando expusimos el
trabajo de Historia de España en
clase. ¡Qué bien habla, qué soltura!, pensé.
Zakarias
vino a enseñarme que el mundo podía ser un lugar mejor. Sigue haciéndolo, desde
la distancia más cercana. Una invitación por mi parte, unos espaguetis con atún y una conversación
bastaron para tejer la que ahora es una de las amistades más valiosas y ricas
que tengo. Quemó dos veces el parquet de mi piso y nos hizo unas patatas “fritas”
(con agua) con azúcar asquerosas. Le gustaba mucho Cáceres. Siempre decía que
era una ciudad acogedora en la que la gente te saludaba sin más y todo el mundo
paseaba alegre. Algo que dista mucho del ambiente frío y tétrico de una ciudad
como París. Sigue siendo su casa para
cuando quiera volver. Llevo tiempo pensando que, aunque no físicamente, quizá
pueda volver unos días a esta, la ciudad que fue suya durante todo un año, gracias
a un libro que le encantaría tener, observar y leer. Tengo que hacerme con su
dirección…
Así
con todos. Guardo tantos recuerdos de las primeras veces que vi esas caras, la
de mis compañeros, que podría contar un sinfín de historias.
He
crecido y aprendido tanto que me gustaría rechazar la idea de que esta etapa
está acabando. He vivido y disfrutado tanto que ahora, a una semana de
abandonar el aula para siempre, todo se reduce a nada. Me miro al espejo y
aún veo a aquella Mabel llena de miedos, incertidumbre y sueños. Muchos sueños.
Quizá demasiados, todavía.
Estoy
a cuatro días, ocho clases y veinte horas de despedir la facultad de Filosofía y Letras para empezar las
prácticas.
Siempre
recordaré mis esfuerzos vanos y estúpidos por sacar buena nota en algunas
asignaturas, la satisfacción de
conseguirla en muchas otras aunque, como he dicho en entradas anteriores, esto
no se haya visto reflejado en la nota final, mi inesperada y única MH en la
carrera, en filosofía, las palabras de I.R. Y J.L.B. cuando realicé la defensa
de mi TFG (tan presente hoy también, gracias) y la confianza de quienes siempre
creyeron en mí cuando yo ni siquiera lo hacía. Gracias.
Recuerdo
ahora también una breve conversación que tuve el otro día, en el pasillo, con
uno de mis profesores. Le di a entender
(por no decir le dije explícitamente) que
yo era, como todos, un nombre y una calificación, mediocre en mi caso. Me dijo
algo que, aunque todos parecen decir y aplaudir, jamás tienen en cuenta:
-y
¿qué te garantiza un 9? Un 9 solo te garantiza que eres un empollón. No dice que eres una persona creativa ni que tienes
más o menos capacidades para hacer algo. A mí nunca me han gustado las personas
de sobresaliente; creo que luego son las
menos buenas.
Habrá
gente que se eche las manos a la cabeza analizando literalmente el sentido de
cada una de estas palabras. Yo sé lo que quería decir, y me basta. También sé,
gracias a muchos y a mí, que no soy una
nota. Que una nota dice nada y lo
aprendido dice mucho.
Y
ahora es el momento en el que, seguro, alguien haría la siguiente pregunta:
¿Con qué te quedas?
-Con todo y con nada, contestaría.
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