He venido a leer al parque del príncipe como
acostumbro a hacer cuando puedo y tengo tiempo. Lo que parecía un paraje ideal,
un locus amoenus de ensueño, un sitio
donde descansar el alma de las preocupaciones abrumadoras y del pesar del
día a día, ahora que con el buen tiempo todo florece y es más acogedor (a
pesar de que a mí, personalmente, me gusta más el invierno) se ha convertido en
una rara escena jamás pensada.
Un joven y extraño personaje me ha pedido un favor
usual, de los que se pide en estos tiempos.
Se va con sus amigos (catorce exactamente) a un camping o a la playa durante diez días. Antes de ir deberán realizar una serie de pruebas en la que quedarán eliminados dos (un chico y una chica) que serán los que tendrán que costear el botellón de todo el grupo durante toda la estancia.
Me ha pedido, eso sí, amablemente, si puedo ser yo
la chica que le ayude a realizar las pruebas para que no fuese él uno de los que
se gaste 500 o 600 euros comprando bebidas alcohólicas para doce amigos durante tantos días.
Le he preguntado que en qué consistían las pruebas. Me ha dicho que qué opino
del sexo e, inmediatamente, ha comenzado a explicarme lo que sería la prueba
más suave.
Me hubiese gustado escuchar, por curiosidad, en qué consistían entonces las demás y cómo iban a saber sus amigos que había llevado a cabo estas…
¡vaya, como está el mundo...!
¡vaya, como está el mundo...!
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