Todavía
recuerdo el olor a gasolina que desprendía tu traje naranja y rojo, y el sabor
de los toblerones que me traías a
casa cuando terminaba tu jornada laboral. Seguí disfrutando de esos colores en
un cuerpo más débil y anciano hasta hace unos años. Los he vuelto a ver en
casa, pero ya no están llenos de vida. Tampoco
los programas que veíamos mientras mamá nos decía: “Quitad eso de ahí, siempre
estáis viendo esas tonterías en la televisión”. Ni tu voz para quejarte del
humo del tabaco que tanto odiabas o para recetarnos,
siempre, voltarén como solución a
todos los males. Tampoco el entusiasmo cuando el Barça jugaba; ese entusiasmo
con el que “un espontaneo salta al campo…” apareció en el periódico cuando el equipo,
por entonces de segunda división,
vino a Badajoz. Tú siempre fuiste de primera.
Ni la radio y la botella de agua cuando te ibas a la cama. Tampoco tu plato de tomate, anchoas y seis aceitunas para
cenar, la mayoría de las veces. Ni tus Roky
que ahora utilizan tantas personas, pero ninguna tiene tu voz; nadie suena como tú. Tampoco tu manía de madrugar tanto para salir
con la Leo, ir a comprarme la fruta
que me traía los domingos a Cáceres, o visitar
por mí, siempre o casi siempre, la consulta de Fernando. Tampoco tus historias. Ni las estrellas fugaces. Tampoco todo lo quedaba por vivir, hacer y
decir.
Pero
te sigo viendo y sigues estando siempre…
“yo
extraía del mundo material un sentimiento como el que sentía siempre, dentro de
mí, frente a sus grandes y brillantes ojos. Sin embargo, no podía definir ese
sentimiento o analizarlo, o simplemente percibirlo con calma. Lo reconocía,
repito, algunas veces, en la observación de una viña que crecía rápidamente, en
la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un arroyo.
Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Y hay una o dos
estrellas en el cielo en cuyo estudio telescópico he descubierto ese
sentimiento. Me ha colmado el escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda,
y no pocas veces el leer pasajes de determinados libros”.
Ligeia, Edgar Allan Poe
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